Escrito por Roxana Amaro
Dominicana de nacimiento y de corazón
Dominicana de nacimiento y de corazón
Desde muy niña mi padre me enseñó a escuchar atentamente los discursos presidenciales y de esta manera me inculcó el gusto por la palabra bien pronunciada, la expresión acertada y la forma culta y elegante al hablar. Como si fuera poco, al día siguiente de cada discurso me hacía leer el mismo en voz alta, disfrutando una vez más de lo que evidentemente era para él todo un espléndido banquete léxico concentrado en una sola pieza de oratoria.
Aunque en ese entonces todo aquello me resultaba aburridísimo, hoy día puedo agradecerle a Papá el haberme enseñado a tomar conciencia de nuestra lengua y a preocuparme por hacer buen uso de esta riqueza cultural que nos heredó la Madre Patria. Y le agradezco haberme enseñado a sentirme identificada con los valores cívicos que iba adquiriendo en cada audiencia, sobre todo, el valor de saberme y sentirme nacida y criada en este terruño.
Esta misma conciencia es la que apela a mi sentido de dominicanidad para expresar lo que siento frente al discurso pronunciado por usted, Dr. Leonel Fernández, el pasado 27 de febrero, en el Congreso Nacional, al presentar sus memorias de gestión gubernativa en el marco de la conmemoración del 168 aniversario de nuestra Independencia Nacional.
Señor Presidente: Permítame felicitarlo por haber logrado sus sueños de hacer avanzar nuestro país, según los datos que presenta. Aunque confieso que hoy entiendo menos que nunca las estadísticas de nuestro crecimiento, por considerarlas de un irrealismo mágico que bien compiten en fantasía con la rica imaginación de García Márquez. Porque si algo ha crecido descomunalmente en la República Dominicana es, sin duda alguna, el alto costo de la vida. Y no me refiero solamente al costo económico que estamos pagando los dominicanos sino, peor aún, al costo social. Ciertamente tengo que admitir que otros números han crecido, como la inflación, el desempleo, los escandalosos casos de corrupción, la enorme cantidad de empresas que han cerrado sus puertas por no poder soportar las altas tarifas eléctricas y los altos valores impositivos; han aumentado también los viajes ilegales, la alta tasa de criminalidad y la delincuencia que nos arropa en las mismas narices de las autoridades.
¿Dónde están esos resultados en educación, salud, vivienda de los que tan extensa y grandilocuentemente nos habló? ¿A dónde fue a parar esa bonanza y esa riqueza que tanto enarboló como estandarte en su discurso? ¿Quiénes son esos 800 mil nuevos ciudadanos que finalmente se despidieron de la pobreza? Más que el crecimiento de los números del Producto Interno Bruto es una vergüenza ver cuánto ha crecido el número de brutos en nuestro país. Solo hay que ver la producción en serie de analfabetos funcionales que ostentan títulos universitarios y que se convierten a su vez en multiplicadores de ignorancias. No es de extrañar que aquí ahora festejemos el fallecimiento de Duarte en vez de conmemorar su natalicio.
¡Y cómo nos habla de crecimiento económico, Señor Presidente, si hasta la pobre Doña Alicia, perdón, Doña Margarita, debe hacer malabares con el presupuesto de su hogar en este país de las maravillas! Para medir con precisión los mal llamados niveles de crecimiento, en verdad creo más en los efectivos indicadores económicos que son las amas, y con estas palabras rindo tributo a todas esas mujeres genios de la administración doméstica, quienes con sagacidad y malabarismo logran estirar un presupuesto imposible de reunir para comprar los alimentos básicos de la canasta familiar.
No, Señor Presidente. No es cierto que los dominicanos estemos viviendo la ilusión dominicana, como usted dijo al hacer la comparación con la simbología del sueño americano. Al parecer, sus frecuentes viajes por las nubes le han hecho olvidar la realidad de esta tierra que se llama República Dominicana, y de sus habitantes, que se llaman dominicanos.
Pero no voy a entrar en materia de hacer un análisis político – económico de su discurso, Dr. Fernández, porque no es el quid de este asunto.
Para indicadores me bastan los que tengo a mi alrededor cuando veo la pobreza multiplicada en los rostros de los indigentes en nuestras calles; cuando veo los montones de basura apilados por doquier; cuando veo la impotencia de las madres cargando sus niños enfermos, con sus manos extendidas y las esperanzas rotas frente a tantos corazones indiferentes; cuando veo a tantos padres deambular cabizbajos en busca de un empleo que nunca se concretiza; cuando veo tantos otrora sonrientes dominicanos que hoy sufren en carne propia la desilusión de las promesas incumplidas y la frustración de los objetivos no logrados; cuando veo el analfabetismo crecer descomunalmente disfrazado tras las cortinas de la novedad tecnológica. No. No se trata de eso.
Mi motivación se debe a la sorpresa que me ha causado escuchar de sus propios labios ciertas expresiones que me recuerdan el complejo de Guacanagarix y que alarman mi conciencia lingüística y sacuden mi conciencia ciudadana. Y desde el pasado 28 de febrero me he preguntado una y mil veces, ¿qué está pasando con la escala de valores de nuestra sociedad, que hasta el propio Presidente de la República la transgrede sin inmutarse? ¿Adónde iremos a parar? ¿Quién tomará cartas en este asunto? Porque si usted tuvo la proeza de compararse con el Hamlet de Shakespeare, habría que cuestionar por qué no ha podido cumplir con tamaña faena de enderezar esta encrucijada social.
A los verdaderos dominicanos que amamos nuestro país, Señor Presidente, no nos interesa tener un Community College, como usted anunció con bombos y platillos, sumándose a la deplorable lista de los protagonistas de la transculturación.
Queremos escuelas, liceos, institutos técnicos, academias, universidades, bien equipados y de alta calidad docente. Y, sobre todo, queremos maestros bien preparados para impartir el tan necesario pan de la enseñanza. Es penoso ver cómo en su gestión se ha invertido más en los programas de inmersión del idioma inglés que en desarrollar estrategias para mejorar la calidad de la enseñanza de nuestra lengua materna, la que cada día es más irrespetada como una clara evidencia de la falta de conciencia e identidad con el lenguaje.
Por eso no acepto que “E palante que vamo”, cuando usted, la máxima investidura de nuestro país, maltrata indiscriminadamente su propia lengua, que es la lengua de todos, aún cuando usted ha recibido el honor y la distinción de ser nombrado Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua.
¡Qué decepción, Señor Presidente, y qué indignación! ¿Cómo es posible ofender nuestra identidad nacional al expresar, sonriente y satisfecho, que había logrado su sueño de convertir a la Capital en un Nueva York chiquito? Cuando usted expresó este logro no pude menos que pensar, ¿qué dirían esos tres inmortales de nuestra historia si pudieran escuchar sus palabras? O más que decir, ¿qué sentirían Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez y Matías Ramón Mella al ver la Santo Domingo Primada de América convertida en un Nueva York chiquito? Me imagino, Señor Presidente, que al escucharlo dirían: ¿Y para esto escribimos la historia de la Independencia Dominicana con sangre de verdaderos patriotas, hace ya 168 años?
Sus palabras, Doctor Leonel Fernández, al parecer demuestran que usted se identifica más con las ideas pedrosantanescas que con el ideario duartiano.
Y esta postura suya amerita que todos los dominicanos nos unamos masivamente para defender nuestra identidad, como acto de desagravio a nuestros padres de la patria, porque no es suficiente prueba de identidad el mero hecho de colgar una bandera en el balcón, depositar un ramo de flores ante la estatua del laureado patricio, de respetar los símbolos patrios, o de asistir a los actos públicos de conmemoración de nuestras efemérides patrias, si no llevamos en el corazón el deseo noble y puro de ser, actuar y luchar por preservarnos como somos: orgullosamente dominicanos.
¡Cuánto he recordado con amor y con dolor a mis profesores de lengua y de historia, a lo largo de mis años de estudio! ¡Cuánto esforzarse en luchar para formar generaciones de ciudadanos comprometidos con los valores de nuestro país! Pero “E palante que vamo”, aún cuando, quienes repiten una y otra vez su gastado lema publicitario, sean cangrejos parlanchines que, como en la sátira de Juvenal, se contentan con pan y circo.
No, Señor Presidente. No queremos un Nueva York chiquito. Ese era su sueño, pero no el nuestro. Porque el sueño de todos los verdaderamente dominicanos es el de hacer de nuestro país una REPÚBLICA DOMINICANA GRANDE.
La autora es Profesora de Idiomas y Miembro Correspondiente de la Academia Dominicana de la Lengua
Excelente
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