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jueves, 6 de mayo de 2010

Una Tragedia Urbana.

Por José Checo

El lunes pasado, bien tempranito, al bajar de la cuarta planta del edificio donde resido, mi hijito Jordy José, que a sus tres añitos de vida no comprende bien el significado de muchas palabras, preguntaba con su carita sorprendida:

-¿Dónde está la yipeta papi?

Fue su madre quien le respondió.

-Se la robaron Jordy, se la robaron…

El niño repitió la pregunta sin entender.

-¿Se la robaron?

-Si, Jordy, unos hombres malos se la llevaron…

Ahora quien le explicaba el caso era yo, tratando de despejar las dudas de mi pequeño.



Sin embargo el niño, buen conversador como su padre, no abandonaba el tema. Caminó un trecho en silencio. Nos dirigíamos hacia la guardería infantil, cercana a nuestro apartamento, donde el pequeño tomaría el minibús que lo llevaría al colegio. De repente, sorprendiéndonos a los dos, soltó estas expresiones:

-Díselo a la policía papi.

Sonreí con un dejo de tristeza y le contesté lo siguiente:

-Ya lo hice, ellos la está buscando, talvez la encuentren pronto…

Intervino la mamá.

-Camina más aprisa mi hijo, que te va a dejar la guagua.



Pero era evidente que mi pequeño estaba impactado con la nueva situación a la que nos enfrentábamos, porque sin previo aviso, influenciado por uno de eso personajes de Discovery Kids, el niño se puso un dedito en la sien y nos dijo:

-Tengo una idea, compremos una yipeta nueva..!

Mi mujer y yo nos miramos y sin poderlo evitar, nos echamos a reír.

No le contestamos a Jordy, pero nuestros pensamientos eran idénticos: ¡Como si fuera tan fácil…qué buena es la inocencia, que no sabe del valor del dinero!

Continuamos caminando en silencio, hasta que llegamos a la guardería infantil, allí, con frases manidas el chofer del colegio me expresó su pena por el hurto de mi vehículo. Le agradecí el gesto y luego, con cierta urgencia, nos despedimos de Jordy, víctimas todos del desaliento.





El transeúnte es un perro. Una cosa insignificante que padece los mil tormentos cuando tiene que desplazarse a pie en una metrópolis llena de gente presurosa, negocios callejeros y vehículos de todo tipo. No hay forma de narrar las peripecias que pasa un profesional de la comunicación o cualquier otra persona que viva del pluriempleo.



Santísimo, cómo se le complica la vida a un hombre habituado a utilizar su vehículo, cuando se ve privado de él y tiene que transitar por esas calles de Dios llena de caos y espantos. Si, porque si uno se descuida, aparece un truhán que te lleva la cartera, o un pizzero loco, de los que se suben por la acera, que, sin muchos miramientos, te rompe la siquitrilla. Pero si no miras con atención la acera por donde transitas, es posible que termines metiendo la pata en una paila de mondongo que expende al aire libre, o volteando una lata de jugo de una señora gorda que siempre tiene mal genio.



En estos primeros días que me he visto forzado a utilizar el transporte público, he vivido en carne propia lo que es la marginación, y es que, el vertiginoso crecimiento urbano de Santiago, me ha empujado a vivir en el culito del mundo, en un complejo habitacional, donde para llegar, debo pasar un terrible vía crucis de guaguas repletas de pasajeros, gente sudorosa y vociferante que sufre la alucinación del tiempo, del inmediatismo absoluto y como si fuese una peste común: de un encono colectivo, porque viven maldiciendo su suerte y presta a desahogarse con el vecino más cercano.



En ese mundo gris de limitaciones y graves problemas cotidianos, nadie se entiende. Dentro de ese ambiente cargado de olores fabriles, un tipo como yo, ataviado de saco y corbata, que lleva libros y agenda, levanta sospechas legítimas.



En el guía, está chofer, quien atrapado por la sobrevivencia en ese manicomio de venduteros ambulantes, de jevitos tatuados, y de haitianos indocumentados, pone en la radio una bachata a todo volumen, a fin de librarse a través del ruido de todo contacto cercano con su carga indeseada. Sabe por los notas policiales y por las noticias archivadas, que cada pasajero constituye un riesgo de vida. El también es una victima más de este sistema de cosas. Generalmente es un ser amargado, que escupe monosílabos como relámpagos furiosos.



Por eso, por su misantropía congénita, siempre conduce a mil por hora y nunca para del todo el vetusto armazón de la guagua. Lleva consigo una urgencia de llegar a ninguna parte. El no lo sabe, pero su inmediatismo está dado por su complejo de bajo pequeño burgués, donde todos esos zarrapastrosos que van diseminados en los asientos, -incluyendo el come mierda que habla por la televisión- son todos una molestia en su vida.



El sólo desea llegar a su casa, hacer pipí, bañarse con jabón de cuaba, ajustase entre pecho y espaldas un mangú de plátano con salami, eructar como un hipopótamo y ver una película en la cama. Por eso su impaciencia lo lleva a ser descortés y brutal...

-Coño chofer, qué bárbaro tú eres, por poco haces matar a la preñadita que se quedó en la parada... Hijo de pu...

El tipo, huraño como un pitbull con cadena, ni se inmuta.







El carro de concho es otra cosa. Allí el transporte es más decente, más humanizado, aunque no necesariamente más cómodo. Bueno, siempre que usted no se monte con uno de esos facinerosos de la Ruta F y uno que otro malandrín de los trabajan en la Ruta M, quienes aparentemente, sufren del complejo de Michael Schumacher, el famoso corredor de fórmula uno. En estas rutas, aparecen algunos chóferes que andan como alma que persigue el Diablo, violando los semáforos en rojo y llevando hasta el paroxismo el estado de terror de sus pasajeros, quienes sudando como posesos, con las mandíbulas apretadas y frenando de manera mecánica en el piso del vehículo, se aferran a sus asientos y cierran los ojos.



Al ver pasar la muerte tan cerca, hacen la señal de la cruz y se preguntan por qué Dios es tan inhumano y despiadado, que no les permite obtener un Volks-Wagen, aunque sea del año 62. Algunas señoras que sufren de la presión, han tenido que ser llevadas a centros de salud, después de una odisea por una de estas rutas. No voy a reseñar los famosos tapones exasperantes, en las vía de las universidades, los grandes mall y ahora, en estos días, las demoras que traumatizan, por las caravanas de los partidos.



Yo he vivido este episodio en los actuales momentos de mi vida y las veces que he le he pedido a estos gallos locos que moderen la velocidad, me han respondido con palabras impublicables, frases tales, que al escucharlas un camionero, se les saltarían las lágrimas de la vergüenza. Son perlas escogidas de un diccionario de inmundicias. Te nombran a tu mamá en cinco lenguas distintas.



Como tengo un apellido atravesado-el de los Estévez, el cual me lleva fácil a la efervescencia emocional, he optado por no responder tales desplantes, porque además, como intelectual de nuevo cuño (hace poco terminé mi novela Gallito Pinto), sé que la ignorancia, cuando llega a la categoría de supina, rompe fuente y se expresa con arrogancia y agresividad.



Además de la incomodidad de ir a veces apeñuscado, en medio de dos gordos malolientes en un carrito japonés, y flanqueado por un fanático político desdentado y con cara de loco, que, por estar en campaña, no para de hablar, escupiéndote la cara; de gente que circula con animales, con niñitos traviesos, de esos que te halan la corbata, que te despeinan y no paran de fuñir. De sufrir del calor asfixiante de estos días; y de la impotencia que me abruma el corazón al ver como se me estruja el saco que saqué de la lavandería el día anterior. Eso y mucho más se vive en el carro de concho









Al verme sin mi vehículo, como ya dije, forzado por el pluriempleo de dos programas diarios de televisión y una posición de Relacionista Público, he tenido que apelar al uso del taxi, pero este sistema, rápido y eficiente en esta ciudad de Santiago, es también una forma efectiva de malograr mi presupuesto. Al paso que voy, terminaré en la esquina de un semáforo pidiendo ayuda junto a los haitianos y muchos otros menesterosos, incluyendo a Mario el mocho, un tipo al que le chapearon el brazo de un machetazo en el año 92, y mantiene la herida viva a base de gasas y methiolate, sorprendiendo a los incautos.







Todas esas cosas te llevan a ti a pensar qué pecado tan grande has cometido en esta vida, para sufrir todas esas vainas y mantenerte calmado como un estoico griego, sin tirar piedras para todas partes, como un enajenado mental. Pero lo que más me mortifica son los comentarios inoportunos de mi mujer, que como todas la féminas inmaduras, siempre opinan que si aquello, que si lo otro y terminan acusándote de imbécil por haberte dejado robar el vehículo. He consultado con otros varones casados, pensando que sólo mi compañera reacciona asi, pero he comprobado que se trata de su naturaleza humana.



Dentro de ese mismo contexto –de gente que molesta- se inscriben algunos seudos amigos que sonrientes, te preguntan que si ya policía resolvió lo de tu yipeta y sin darte tiempo a responder se despachan por boca de ganso, afirmando que son ellos los responsables del robo. Uno no se deja engañar con esas falsas demostraciones de afectos y conociendo, como funciona el alma humana, sabe que en el fondo estos sujetos se alegran de tu desgracia.



Pero ese tipo de gente son los menos, la inmensa mayoría responden a ideales nobles y sé que me quieren ver montado de nuevo en mi yipetica. Orondo y feliz como estaba hasta el jueves pasado, cuando asistí a la inauguración del Multi Centro La Sirena y frente a ese local, me la robaron. Me dejaron, como dice la gente, oliendo donde guisan.



Invertí dinero en la compra de mi vehículo. Me esforcé y la pagué pasando mil privaciones y anhelos nunca concretizados. Hice un cálculo aproximado y establecí que su importe es igual a tres televisores grandes de plasma; dos juegos de habitación de caoba; mil latas de leche mediana, tipo crecimiento; dos viajes a Europa, cuatro a New York. Y muchas otras cosas más que me hubiera podido comprar o realizar. Pero, de repente unos jodidos viciosos, vagos que no doblan el lomo, me la roban de manera olímpica. Qué bien..!



Mi amiga, la gobernadora Nidita Bisonó de Tavárez ha llamado en dos ocasiones al general Eduardo Then en dos oportunidades, pidiéndole su total entrega en la búsqueda de mi medio de transporte, él tiene al coronel Sánchez al frente de esos operativos. Yo confío en ellos. Y en el respaldo de mis colegas comunicadores, que han sido tan consecuentes en aclarar de que se trata de una Montero Mitsubishi, blanca, de dos puertas, placa G 021296, modelo 1998, chasis 000323 y que, pese a mi estado financiero, estoy en disposición de dar una buena recompensa a quien me ayude a recuperarla.



Mientras tanto, como buen cristiano, un hombre que cree en el bien y que sospecha que también existe el mal, para esa gente desalmada y ruin que se apoderó de mi aparato, deseo que Dios que siempre es tan justiciero, los ponga de frente a una patana cargada de cemento y se los lleve al otro mundo, donde convivan con Satanás por los siglos de los siglos, Amen.














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