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martes, 18 de mayo de 2010

Del amor terrenal al infierno de Dante

Víctor Montoya
Escritor boliviano. Vive en Estocolmo, Suecia

Cuando el Papa Juan Pablo II anunció que en el paraíso no habrá amor físico, porque los resucitados no tomarán mujer ni marido, ni será necesario el ejercicio de la procreación, pensé para mis adentros: ¡Ah, carajo! ¿Ahora qué hago?


Si el Papa promete mejor bienestar en el reino de Dios, en el paraíso celestial, se lo agradezco infinitamente, pero a condición de que no me quite el derecho a seguir gozando del amor físico, pues si con la muerte se paga el justo castigo del pecado original, me propongo seguir pecando así me expulsen del reino de Dios, como fueron expulsados Adán y Eva del Jardín del Edén por haber comido la fruta prohibida del árbol del saber; de lo contrario, prefiero que me condenen a los suplicios del infierno, donde otras almas purgan sus pecados, ya que no pienso renunciar al sexo ni muerto ni capado.

 Ya François de Malherbe, al evocar la juventud de Racan, dijo: “No encontraba sino dos cosas bellas en el mundo, las mujeres y las rosas, y dos buenos bocados, las mujeres y los melones. Es un sentimiento que tuve desde que nací y que hasta hoy es tan poderoso en mi alma que pienso que nunca agradeceré lo bastante a la Naturaleza habérmelos dado”.



Así no sea el demonio disfrazado de Cupido, llevó un arco imaginario y una aljaba provista con dos flechas: una para encender las llamas indomables del amor y la otra para herir certeramente los corazones desamorados; más todavía, me considero la oveja descarriada del rebaño del Señor, porque me gusta justo lo prohibido por mandato divino.

Sin embargo, mientras esté vivo en este mundo y mis órganos puedan cumplir sus funciones para las cuales fueron creados, me seguirá gustando todo lo que una mujer lleva a flor de piel y todo lo que esconde debajo de la blusa y el vestido, pues el amor, contrariamente a lo que se imagina el Papa, es la mayor gracia de la cual se goza en la vida, sea con Dios o con el Diablo.



Cabe recordarle al Papa que ya en la Edad Media hubo quienes, desde el interior de sus sotanas, rechazaron el celibato y proclamaron la satisfacción de los instintos naturales, como lo hizo Martín Lutero, a quien su condición de antiguo clérigo le abrió los ojos y le enseñó, por la experiencia de su propio cuerpo, a expresar sin rodeos, de manera rotunda y sorprendente, su necesidad de amar y gozar del sexo. De ahí su ardor en combatir el celibato sacerdotal y exigir la abolición de los conventos.



Martín Lutero, como cualquier mortal en la Tierra, sabía que una mujer, a menos de hallarse vestida de una gracia singular, no podía pasarse sin amor, como no podía pasarse sin comer, dormir, beber o satisfacer otras necesidades vitales concedidas por la naturaleza. Por eso mismo, quienes luchaban contra la satisfacción del instinto sexual y prohibían las funciones de los órganos destinados a la procreación y la conservación de la vida, no hacían más que impedir que la naturaleza sea naturaleza, que el fuego queme, que el agua moje y que el hombre coma, beba, duerma y, sobre todo, ame, ame y ame.



Como fuere, después de lo anunciado por el Papa, soñé que me encontraba ante los Tribunales de la Justicia, dispuesto a recibir la recompensa o el castigo divino. Pero mi sueño se trocó en pesadilla cuando me vi ascendiendo al cielo, donde alguien me detuvo en la puerta de un túnel y me señaló otro túnel que conducía al infierno. De pronto me sentí caer en el vacío.

 Abajo se veía un espacio gris, los mares eran bravíos y las montañas parecían camellos reposando en el desierto. Los bosques eran una inmensa estepa verde y la tierra tenía un cráter de volcán por el cual me metí rumbo al infierno, donde fui conducido de la mano de Dante, atravesando por ríos de sangre, por lluvias de fuego y aguas heladas, por cloacas de orines y excrementos, hasta que por fin llegué a una puerta del tamaño del tiempo, donde topé con una inscripción que decía: “Por mí se va a la ciudad doliente;/ por mí se va al eterno dolor;/ por mí se va en pos de la condenada gente.../ Vosotros, que entráis, dejad aquí toda esperanza”.



Pasé la puerta y me hundí en el infierno, donde vagué como Bertrán de Born, llevando la cabeza en las manos y mirando cómo los seres voluptuosos eran azotados por una lluvia mezclada con granizo de plomo fundido. Aquí estaba Cancerbero, el perro guardián del infierno, echando babas y dentelladas por sus tres cabezas.



Los condenados, que se rebelaron contra la palabra de Dios, eran castigados por los demonios, las cabezas hundidas en agujeros y las piernas agitándose en el fuego. En los tenebrosos callejones, donde las aguas hervían en calderos, vi que un demonio devoraba a una niña, mientras una mujer era penetrada por ratones, sapos, serpientes y gusanos. La niña gritaba con una voz que flotaba alrededor de su boca, como los pentagramas de una partitura musical, en tanto la mujer, inflada como un globo, se elevaba por encima de los vapores rojo-verdes hasta estallar en pedazos.



Unos eran acosados por centauros y aves de rapiña, en cambio otros eran castigados con picaduras de serpientes y alacranes. En uno de los recintos, donde los condenados eran decapitados entre estertores de agonía, vi que mi alma se me escapó del cuerpo y se precipitó en un pozo oscuro.



En el purgatorio estaban los magos y adivinos, quienes, la cara vuelta hacia sus espaldas, eran obligados a caminar a reculones, al tiempo que otros huían del suplicio, los cuerpos desnudos y las bocas deformadas por el grito.



Aquí permanecí a lo largo de la pesadilla, esperando que alguna mujer, bella como la Beatriz de Dante, me tendiera la mano, salvándome del profundo pozo del infierno y conduciéndome al paraíso, pero no a ese que promete el Papa, sino a ese otro donde los simples mortales aprovechan de su cuerpo mientras tienen buena salud y están dispuestos a gozar del amor físico.





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