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jueves, 30 de julio de 2009

La dimensión del abismo en que habitamos.

El autor es un Columnista invitado,desde Perspectiva Ciudadana


Es usual ya ver a grupos comunitarios reclamar del gobierno central solución para tales y cuales problemas.Las pancartas, los neumáticos quemados y hasta los muertos y heridos que resultan de tales movimientos—condenables en su modus operandi y en la evidente exclusión de la comunidad con que se llevan a cabo—van dirigidos hacia el gobierno central sin que los Cabildos se den por aludidos.


¿Qué es lo que ha provocado que ese Poder Municipal al que los Trinitarios dedicaron parte importante de su programa reformador de 1844 hoy pase prácticamente inadvertido ante los ojos de la municipalidad?No le quepa la menor duda. Esa desgracia comenzó con la dictadura de Trujillo.


La férrea concentración de la autoridad en el Gobierno central no dejaba espacio alguno para la construcción y realización de los liderazgos locales.


El único líder era “el jefe”.A los Cabildos sólo llegaban migajas del bárbaro Poder centralizador siempre en dependencia de la capacidad de genuflexión de cada gerente.En tres décadas el resultado fue devastador en lo que se refiere a pérdida de la autoridad municipal.


Y cuando se creyó que con la desaparición de la satrapía vendrían las reparaciones de ese entuerto, todo empezó a empeorar.Al colmo del desconocimiento y el despojo del Poder Municipal se llegaría en los doce años que se inauguraron en 1966.


De entonces para acá, casi nada se ha podido lograr para superar el bache institucional.Por su parte, los propios Alcaldes han sido incapaces de recuperar la dignidad de la institución que representan.


Comidos por el clientelismo más vulgar, los árboles no les dejan ver el bosque.Así, nuestros Ayuntamientos no son otra cosa que espacios a los que acude la “clientela” del síndico de turno en busca de que “le den” para una receta o una plancha de zinc, una funda de cemento, un ataúd…


Y en tales menesteres consumen los alcaldes buena parte de su tiempo. A tal grado llega esa aberración que muchos de ellos entienden que ésas son efectivamente sus funciones, amén de que—entienden ellos también—así mantienen o incrementan el caudal de votos para la reelección.


El resultado, décadas después, no puede ser más desgarrador: el desorden cunde en el transporte, la higiene, la salud y la educación municipales; las calles y aceras carcomidas; el motoconchismo adueñado de las vías sin ningún orden; pospuestos los planes de desarrollo, organización y promoción municipales y casi en cada esquina “florece” un garito que no deja dormir a la vecindad sin que los Alcaldes se sientan concernidos ni los munícipes comprendan que son los Ayuntamientos el espacio primero al que compete tal realidad.


La reforma iniciada en 1996 con la creación de la Comisión de Reforma y Modernización del Estado y su correspondiente para lo municipal pronto sucumbió en las marismas del “llegó papá” que aún rige el hacer gubernamental y que da la dimensión del abismo que se extiende entre la tecnología digital de black berry con metro y todo y el hacer institucional casi del siglo diecinueve en que habitamos.

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