Autor Benjamin Garcia |
“¿Mamá, quién es Santiclo?”
“Mmm…”
“¿Quién es Santiclo?”, insistió Pablito al amanecer el día
de Navidad.
“Bueno, tengo entendido que es un viejo barbudo que se ríe gracioso
y viene de lejos”.
“¿A dónde viene?”, Dijo con la mirada fija en los ojos de su
madre.
“Pues anda por ahí mijo.
¿Por qué preguntas?”
“Es que fui a ver si me había dejado un regalo como a
Joselito”.
“El no va a todos los lugares”.
“¿Y a cuáles lugares él va Mamá?”
La madre debió tragar en seco y con el corazón en las manos
quiso responder con las palabras adecuadas para no crear ansiedad ni desilusión
en el niño…”El no va a ningún lugar… Ese “Santicló”, como tú le dices, es solo
una ilusión, un personaje inventado por
quienes quieren vender cosas. Y como no
todos podemos comprarlas, solo se presenta en las casas de aquellos que pueden
hacerlo”.
“¿Y nosotros no podemos?” preguntó de nuevo Pablito con la
inocencia reflejada en su rostro.
“No podemos mi vida”.
La madre le tomó en su regazo y con una lágrima rodando el rostro
continuó, “Talvez porque no he tenido la oportunidad de encontrar un buen
empleo nunca, porque me casé muy temprano con tu padre, un irresponsable que
llegó a mi vida para hacerla desgraciada”. Siguió desenredando palabras y resquemores
sin perder la dulzura de su voz.
“Pero
debo estar agradecida porque naciste tú y viniste a ser una especie de regalo
divino en Noche Buena, nunca olvidaré el momento al verte en mis brazos hace ya
diez años. Llegando tú al mundo se fue
de mi lado para siempre”.
“He escuchado esa historia otras veces”, dijo el niño, “y
también tu afán en recordarme que es mi padre y debo quererlo, talvez algún día
llegué con un regalo”.
“O llegue él como regalo”.
“Dime del Santiclo Mamá”, insistió el niño.
“Es que no tengo nada que decirte, para estas fechas se
tiene la costumbre de regalar, pero antes era en nombre del Niño Jesús, o de
los Reyes Magos, todo eso ha cambiado y ahora solo se habla del viejo gordo con
unas barbas de algodón, talvez por eso las cosas caminan tan mal”.
La madre se levantó a calentar un poco de comida, recogida
la noche anterior entre vecinos buenos, y algo logrado en la hipócrita
repartición politiquera.
“Algún día llegará el tal Santiclo a este hogar mi vida”
dijo mientras se levantaba. “Algún día.
Por eso mi preocupación con tus estudios. Tengo fe en tu educación, en hacerte un
hombre de bien, preparado. Es la mejor
forma de salir de la pobreza y sus amargos designios.
No quiero seguir recibiendo dádivas como un
pajarito sin futuro. No descansaré hasta
verte con un título en las manos y los conocimientos para enfrentarte a la
vida. Un profesional de conciencia, íntegro. Y ese día hijo… ese día entrará “Santa Claus”
a esta casa, a nuestro hogar”.
El niño, al ver a su madre levantarse y terminar sus
palabras mientras reunía el alimento en un plato recién lavado, corrió hasta su
dormitorio donde rearmaba un juguete viejo, lo apartó y sacó de su mochila “el
libro de las ilusiones” que contaba cómo un niño abandonado junto a su madre el
mismo día de su nacimiento, había encontrado en la lectura los miles de caminos
que le conducían a la luz, a una vida nueva, mas próxima a la sonrisa, repleta
de magia y colores, de esperanzas.
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