En apariencia no hay nada que distinga a Fabiola
Quishpe, con su chal rojo y su sombrero negro, de otras mujeres de su
pequeña comunidad en los Andes ecuatorianos.
Pero lo cierto es que ella dista de ser una típica indígena.
A sus 43 años, se ha divorciado, no tiene hijos y se ha montado en avión más de una vez.
Tras varios años de maltrato durante su
matrimonio, Quishpe abandonó a su esposo, volvió a la casa de sus padres
y comenzó a dedicarse a su comunidad.
"Solía haber mucho machismo", recuerda. "Los
hombres no dejaban salir a sus esposas. No nos dejaban participar en las
reuniones públicas".
"Nos ocupábamos del hogar, de criar a los niños, de los animales, de los campos y de la comida", continúa.
"Comenzamos a pensar, ¿por qué las mujeres no podemos participar también en eventos públicos y organizarnos?".
Lo que empezó como un grupo de 38 mujeres que
demandaban más participación femenina en la comunidad se ha convertido
en una organización que ha sido reconocida por su trabajo
medioambiental.
Unas 200 mujeres están ahora involucradas y varias ONG les ayudan con formación y asesoramiento técnico.
Cuando Quishpe y otras mujeres se unieron en 2003, se dieron cuenta de que su entorno estaba cambiando.
"Nos empezaba a faltar agua para la comunidad", explica.
Cultivos autóctonos
Los recursos acuíferos en los Andes dependen del
páramo, un ecosistema de la alta montaña andina, que es un tipo de
pradera que absorbe el agua de los ríos y la lluvia para luego liberarla
gradualmente.
Algunas organizaciones advierten que el 30% del páramo en todo el país ha sido destruido en los últimos años.
"Los miembros de la comunidad usaban el páramo para que los animales pastaran", dice Quishpe.
"Había muchos animales -cabras, llamas, vacas y cerdos- y destrozaban la pradera".
"Cuando hay páramo, hay agua", explica. "Cuando no hay páramo, no hay agua".
Apahua es un lugar aislado, unas cuatro horas al
sur de la capital de Ecuador, Quito, y localizado a unos 4.000 metros
por encima del nivel del mar.
Debido a la escasez de oportunidades de trabajo
en la zona y los altos niveles de pobreza, la mayoría de los hombres han
emigrado a Quito y a otras ciudades para encontrar empleo y enviar
dinero a casa. Fueron las mujeres las que tuvieron que hacer frente al
problema del agua.
Dejaron de pastorear a los animales por el
páramo y decidieron dejar de plantar árboles. También iniciaron un plan
para recuperar los cultivos autóctonos.
Ahora, cultivan 30 tipos distintos de patatas, así como diversas especies de habas y verduras.
Mientras recorre a pie su extensión de tierra,
María, otra integrante de la organización, expresa su orgullo por la
productividad que han alcanzado sus terrenos, a un costo muy bajo.
"Antes usábamos productos químicos", afirma.
"Pero ahora empleamos estiércol de cobaya. Es nuestro propio abono y no
tenemos que comprarlo.
Quishpe agrega que esta nueva confianza les está sirviendo para mejorar la dieta de los residentes en la comunidad.
"Si quieres comprar algo en la ciudad, solo puedes hacerlo si tienes dinero", explica.
"Pero si trabajas tus propias tierras siempre tendrás algo para comer".
Educación
En diciembre de 2009, voló a Copenhague para participar en las negociaciones del cima de Naciones Unidas.
Fue la primera vez que abandonaba Ecuador y la primera vez que se subía a un avión.
"Tenía miedo", confiesa. "Estaba sorprendida. Me preguntaba, ¿cómo he acabado aquí?"
Dice que su participación en la comunidad comenzó cuando tenía 14 años se unió a unos misioneros para promover el catolicismo.
Su participación en la cumbre del cima le
recordó aquel trabajo, cuenta Quishpe, porque tuvo la posibilidad de
compartir sus conocimientos con otras mujeres del resto del mundo.
"Antes siempre sabíamos cuándo era verano y
cuándo inverno. Ahora, ya no lo sabemos", asegura. "Nosotras mujeres,
necesitamos estar preparadas para hacer frente al cambio del clima".
Las mujeres se reúnen cada semana para una
minga, una palabra quechua que significa trabajo colectivo. Se ocupan de
una pequeña huerta comunitaria donde cultivan verduras que luego
cocinan y comen en grupo. Cada decisión se toma en asambleas.
Mientras Quishpe cuenta su historia, sentada
sobre la tierra junto a una carretera, algunas mujeres la escuchan con
admiración, mientras otras tejen y se ríen, chismorreando sobre los
autos que pasan frente a ellas.
Algunos cambios son evidentes, dice Quishpe,
mientras trata de animar a las otras a que expliquen cómo la
organización ha influido en sus vidas.
Algunas mujeres mayores dicen que aprendieron a
leer y escribir. Otras dicen que los hombres, poco a poco, están
volviéndose menos agresivos.
"Siempre teníamos miedo pero no lo manifestábamos".
"Nos lo pasamos bien juntas", dice Marta. "Cada vez que venimos aquí nos reímos juntas".
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