Benjamin Garcia
Intelectual mocano
Empezaba a andar la década de los noventas. Finalizaba un siglo convulso, ardiente,
vibrante. La vida revolucionaba cada
segundo, en todos los aspectos. Surgían y sucumbían dictaduras como lo hacían
las democracias.
Viajes al espacio,
confrontaciones, las ideologías se apresuraban buscando mercado en el alma de
la gente. El arte inventaba expresiones distintas cada mañana y hasta las
sonrisas y las lágrimas tenían siempre un sentido nuevo. Quizás nacían esperanzas con la misma
intensidad que morían las ilusiones.
Las generaciones construían abismos entre un paso y
otro. Cada día era un tiempo nuevo,
porque al amanecer, la certeza de ayer se convertía hoy en una gran mentira. Así
fuimos despidiendo el siglo XX… como diría el tango: “difícil, complicado y
marrullero”.
Una nueva ruta invitaba, llena de temores, dudas y
excitación. Las lámparas a gas habían
sido sustituidas por bombillas incandescentes hacía ya un tiempo largo, pero traían
consigo, en su venerable luz, el germen de una nueva forma de vida: “la
tecnología”. Bendita mujerzuela vestida
de tinta china, sin precio conocido, dispuesta a triturar las desventuras de
siglos de sombras y colocar al hombre frente a una realidad distinta, quizás
más placentera. Pero igual de peligrosa
que una noche desventurada frente al martirologio de una mariposa errante en
noche de luna viva.
Nos asaltó de pronto con miles de cuerpos, todos seductores
y con un elevado poder de cambio. Ahí
estaba frente a nosotros permitiéndonos mirar el mundo, en una caja negra llena
de colores. Escuchando al otro lado de
un misterioso aparato respondón y con campana de asombro la voz de otro ser
humano. Y en ese sonar carnavalesco,
miles de criaturas dispuestas a hacernos “la vida mas fácil”. Por eso el desarrollo de su potencial fue
multiplicando la sorpresa y la dicha.
También el dolor.
Hasta que pudimos, después de décadas encerrada en estrechos
callejones de inteligencia militar,
tener ante nuestra mirada atónita, el mágico esplendor de un
computador. Como toda criatura recién
nacida, apenas balbuceando palabras con pasos limitados y torpes. Pero igual que todo ser humano, con la
indescifrable marca del crecimiento exponencial y la capacidad para erigirse
por encima de toda criatura natural.
Ahí estaba, para teclear y colocar en su pantalla ideas,
descifrar fórmulas, almacenar inquietudes.
Su velo se fue desvaneciendo, recatando su pudor para convertirse en
Dios de sombras y luces en cualquier rincón de la cotidianidad. Hoy es imprescindible y sus hijos “pululan”
lleno de orgullo en nuestras manos. La
vieja amarilla de voluminoso aspecto, hoy puede tener el discreto tamaño de un
pie infantil, pero con más capacidad y sabiduría que su abuela.
Esa que un día, permitió que un cable la violara y
desparramara en ella el mundo. Con todo
lo que hay en él de malo, de horrendo y bochornoso, de triste y doloroso, pero
también de dulce y extraordinario, de bueno y esplendoroso. Por ese hilo, que ya luego dejó de ser indispensable,
llegó a nosotros una nueva visión de la vida.
Se cambiaron costumbres, modelos, esquemas operacionales, el ritmo de
las relaciones afectivas, hasta en el carácter sexual. El horizonte amplió su marco y la humanidad empezó
a ser otra. Una red social puede ya,
como ha quedado demostrado, cambiar el curso de la historia.
Pero calma… “que no cunda el pánico”. Como la dinamita o la energía nuclear, su
control está en nuestras manos. Debemos
pararnos frente a ella y decir: “No podrás dominarme nunca, porque YO soy tu
dueño”.
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