Alejandro Magno es retratado como un conquistador
legendario y un líder militar admirable en los libros de historia
occidentales, influidos por la versión griega de su vida. Sin embargo,
la perspectiva persa es muy diferente.
El profesor Ali Ansari, del Instituto de Estudios Iraníes de la Universidad Saint Andrews de Escocia, analiza para la BBC ese punto de vista.
A quien visite las espectaculares
ruinas de Persépolis, el lugar donde se encontraba la capital ceremonial
del antiguo Imperio persa Aqueménida, le contarán tres hechos: que la
ciudad fue construida por Darío el Grande, embellecida por su hijo
Jerjes y destruida por aquel hombre.
Aquel hombre es Alejandro Magno, celebrado en la
cultura occidental como conquistador del Imperio persa y como uno de
los grandes genios militares de la historia.
En realidad, si uno lee algunos libros de
historia occidentales podría llegar a la conclusión de que los persas
existieron simplemente para ser conquistados por Alejandro.
Pero los persas ya habían sido derrotados por
los griegos en dos invasiones fallidas, una llevada a cabo por Darío el
Grande en 490 a.C. y otra por su hijo Jerjes diez años después. En ese
sentido, el asalto de Alejandro fue una consecuencia lógica.
Destrucción de Persépolis
No obstante, visto a través de los ojos persas, Alejandro está muy lejos de parecer Magno.
Arrasó Persépolis después de una noche de
borrachera, incitado por un cortesano griego, en venganza por la quema
de la Acrópolis por el rey persa Jerjes.
Los persas lo responsabilizan de la destrucción de lugares religiosos en todo su imperio.
Los símbolos del zoroastrismo –la antigua
religión de los iraníes- fueron atacados y destruidos. Para los
sacerdotes zoroástricos aquello fue prácticamente una calamidad.
La influencia de la cultura y la lengua griegas
ha contribuido a establecer una narrativa en Occidente según la cual la
invasión de Alejandro fue la primera cruzada para llevar la civilización
y la cultura al Oriente bárbaro.
Pero la realidad es que el Imperio persa fue
conquistado no porque necesitara ser civilizado sino porque abarcaba
desde Libia hasta Asia Central y era el mayor imperio que el mundo había
visto hasta ese momento.
Era, pues, un premio muy valioso.
Admiración por lo persa
No obstante, los griegos sentían una gran admiración por el Imperio persa y por sus emperadores.
Al igual que los bárbaros que conquistaron Roma,
Alejandro admiró lo que encontró, tanto que estuvo encantado de tomar
el manto persa del Rey de Reyes.
Pero la admiración griega por lo persa se remonta a mucho antes que ese momento.
Jenofonte, el general y escritor ateniense,
escribió un himno para Ciro el Grande –la Ciropedia- alabando al
gobernante que había, según él, demostrado que un vasto territorio podía
ser regido gracias a un carácter y una personalidad fuertes.
"Ciro fue capaz de penetrar un país inmenso
gracias al puro terror que emanaba de su personalidad, que hacía que los
habitantes se postraran ante él…", escribió Jenofonte.
Emperadores persas posteriores como Darío y
Jerjes intentaron invadir Grecia y fracasaron. Sin embargo, es
destacable que muchos griegos acudían a la corte persa.
El más notable fue Temístocles, quien luchó
contra el ejército invasor de Darío en la batalla de Maratón e ideó la
victoria de los atenienses contra Jerjes en Salamina.
Desencantado con la política ateniense, emigró
al Imperio persa y acabó encontrando trabajo en la corte, donde fue
nombrado gobernador provincial y vivió el resto de su vida.
Con el tiempo, los persas se dieron cuenta de
que podían conseguir sus objetivos en Grecia intentando enfrentar a las
ciudades griegas entre sí, y durante la guerra del Peloponeso los persas
financiaron a los espartanos contra los atenienses.
El príncipe jardinero
"Como otros conquistadores que siguieron sus pasos, incluso el gran Alejandro fue seducido y absorbido por la idea de Irán"
La figura clave en esta estrategia fue el
príncipe persa y gobernador de Asia Menor Ciro el Joven, quien durante
años cultivó una buena relación con los griegos hasta el punto de que
cuando lanzó su apuesta por el trono persa reclutó a cerca de 10.000
mercenarios griegos.
Por desgracia para él, murió en el intento.
En un maravilloso relato, el general espartano Lisandro cuenta su visita a Ciro el Joven en la capital provincial, Sardis.
Lisandro narra cómo Ciro lo agasajó y le mostró su jardín amurallado, su paradeisos, origen etimológico del término paraíso.
Cuando Lisandro dijo que debería dar las gracias
al esclavo responsable de tal obra, Ciro se rió y señaló que él mismo
había trazado el diseño y había plantado algunos de los árboles.
Al ver la sorpresa del espartano, Ciro indicó:
"te juro por Mitra que, si la salud me lo permite, nunca como sin haber
trabajado y sudado, sin haber realizado alguna actividad relevante en el
arte de la guerra o en la agricultura".
Impresionado, Lisandro aplaudió y agregó: "mereces tu buena fortuna, Ciro, porque eres un buen hombre".
¿Alejandro arrepentido?
Alejandro es muy probable que estuviera
familiarizado con estas historias. El Imperio persa no era tanto algo
que conquistar como un logro que conseguir.
Aunque los persas lo caracterizan como un
destructor, un joven indómito e irresponsable, las pruebas indican que
Alejandro mantuvo cierto respeto por los habitantes de los territorios
conquistados y llegó a arrepentirse de la destrucción que causó su
invasión.
Al ver la tumba saqueada de Ciro el Grande, al norte de Persépolis, se mostró compungido y ordenó que se reparara.
Si hubiera vivido más de 32 años, quizá hubiera restaurado mucho más.
Y quién sabe, quizá los persas se hubieran
avenido a su conquistador macedonio, lo hubieran absorbido, como sucedió
con otros, y lo hubieran incorporado a su historia nacional.
De hecho, en el gran poema épico persa, el
Sahnameh, del siglo X d.C., Alejandro ya no es un príncipe completamente
extranjero, sino hijo de madre persa.
Eso es un mito, pero quizá revela más verdad que las apariencias de la historia.
Como otros conquistadores que siguieron sus pasos, incluso el gran Alejandro fue seducido y absorbido por la idea de Irán.
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