Autor Fernando Rodríguez Céspedes
Cuando veo la ardorosa defensa de
personalidades, instituciones y periodistas
en contra de que sea modificado el Código del Menor para
aumentar las penas contra quienes
incurran en actos criminales, no puedo evitar recordar el secuestro,
tortura y asesinato de los siete taxistas de la Zona Oriental víctimas de una
pandilla de menores que pronto estarán de nuevo en nuestras calles.
Mas reciente, en San Cristóbal,
varios delincuentes, entre los que se señalan a dos menores, fueron acusados de
secuestrar, violar y golpear hasta la muerte a una indefensa niña de apenas 5 años
de edad y así podrían seguirse enumerando hechos delictivos en los que han
participado mozalbetes cuya capacidad de maldad supera a muchos adultos
criminales.
Estamos conscientes de que la
inequidad, el estado de injusticia social, el desempleo, la proliferación del micro-tráfico
en nuestros barrios y la falta de educación y orientación de esos jóvenes son
causas indiscutibles de sus conductas criminales, pero si los exculpamos de sus
responsabilidades, por estas mismas causas, tendríamos que hacer lo mismo con
los delincuentes adultos.
No nos llamemos a engaños, no es
verdad que esos males de raíces sociales
tan profundas van a desaparecer de la
noche a la mañana y mientras tanto algo tiene que hacerse para sancionar con
mayor drasticidad la conducta criminal de quienes, menores o no, han sumido a
la sociedad en un estado de inseguridad que ni en su propio hogar uno se siente
seguro.
Estoy de acuerdo en que el solo
aumento de la reclusión como castigo es inútil contra los menores descarriados
si no conlleva un proceso de reeducación y desintoxicación, en el caso de que
sean adictos, que permita reinsertarlos en la sociedad, incluso con un oficio
aprendido en escuelas laborales creadas en las correccionales para esos fines. Pero algo hay que hacer.
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