El mundo de los gurús de Internet empieza a parecerse al de los
profetas de la dietética, que el lunes aconsejan no probar jamás el
aceite de oliva y el sábado beber una garrafa diaria para llegar a los
100 años. La trayectoria de Sherry Turkle representa estos volantazos.
Fue una de las grandes visionarias de las redes sociales y hoy
recomienda alejarse de las pantallas. Lo único que no ha cambiado es
que, emita una opinión o la contraria, siempre es recibida con vítores.
Para eso es toda una gurú.
En los años noventa, Turkle, psicóloga del Massachusetts Institute
of Technology, defendía los juegos online y los chats porque permitían
romper el aislamiento, probar roles y conocer a gente con intereses
comunes.
Ahora, en una reciente entrevista con este diario, proponía
enfriar nuestras relaciones con las tecnologías de la comunicación para
evitar distorsiones afectivas.
“Nos sentimos solos, pero nos asusta la
intimidad”, razonaba. “Estamos conectados constantemente. Nos da la
sensación de estar en compañía sin tener que someternos a las exigencias
de la amistad, pero lo cierto es que pese a nuestro miedo a estar
solos, sobre todo alimentamos relaciones que podemos controlar, las
digitales”.
Lo que explica el cambio de parecer es que Turkle esperaba que las
habilidades adquiridas en la web se aplicaran en la calle; y sin
embargo, a su entender, la gente que hace 15 años vivía encerrada
continúa psicológicamente enclaustrada, mientras que quienes tenían
relaciones normales viven crecientemente encadenados a un smartphone.
Turkle opina que la hiperconexión supone sumergirse en una ficción
distorsionadora: sus devotos no solo creen que están acompañados
mientras van aislándose, sino que, además, cuando piensan que producen,
lo que hacen es perder el tiempo con tuits y emails prescindibles.
Ahora, a la psicóloga no se le caen los anillos al plantear que en su
primer diagnóstico pecó de optimismo: “Me equivoqué”, dice. Reconocerlo
está muy bien (lo hacen hasta los reyes), pero plantea un debate sobre
la finura de su nueva teoría. ¿La conexión total aporta más de lo que
nos quita?
La pregunta se lleva repitiendo con diferentes matices en los últimos
años. ¿Google nos hace estúpidos?, se interrogó Nicholas Carr en 2008,
lanzando por primera vez el debate de forma seria.
En concreto, lo que
Carr planteaba es que con el uso de Internet dejamos de entrenar ciertas
facultades (concentración, retentiva) para convertirnos en multitareas
de tendencias superficiales. Le respondió Nick
Bilton (además de
tecnogurú, el diseñador arrepentido de la primera muñeca de Britney
Spears) con su libro Vivo en el futuro y esto es lo que veo. Y lo que
Bilton ve es un campo fértil para nuestros cerebros, además de que a lo
largo de la Historia han abundado las reacciones hostiles al cambio
tecnológico.
Para ilustrarlo, dirige a la portada de The New York Times,
donde trabaja, correspondiente al día de la invención del teléfono,
cuando el periódico anunció que ya nadie volvería a salir de su casa.
Así planteada, esta parece una nueva entrega de la eterna disputa
entre innovadores y tradicionalistas, luditas y futuristas, los
apocalípticos y los integradores, en la terminología con la que Umberto
Eco clasificaba a los intelectuales según su receptividad a los avances
de la sociedad de masas. ¿Pero con qué evidencias cuenta cada bando para
defender su postura?
Deric Bownds, profesor de Biología Molecular y Zoología al que varios
de los gurús citados en este artículo fijan como referencia, explica
por correo electrónico que aún no hay pruebas concluyentes de nada.
“Parece muy improbable que el cerebro de un adulto cambie
permanentemente por el uso de Internet”, asegura. Según Bownds, los
cambios son reversibles “como el incremento del área del córtex asociada
a los dedos cuando se estudia piano”.
Sin embargo, respecto al cerebro
en desarrollo de los niños es otro cantar: si antes de los 10 años son
educados para adquirir ciertas habilidades, puede que las conexiones
neuronales se organicen de una forma definitiva.
Estos argumentos de nuevo dan pábulo a dos interpretaciones: la
catastrofista y la optimista. La primera entiende que los posibles
cambios en el cerebro de los nativos digitales contribuirán a diseñar un
mundo de sociópatas hiperactivos; la segunda, que los cerebros de los
niños sabrán amueblarse para que Internet no los vuelva oligofrénicos.
En el bando de los que exigen prudencia al usar Internet, Turkle se
preocupa especialmente por los aspectos emocionales de la
transformación, planteando que los usuarios extremos de la Red empiezan a
recurrir a ella para experimentar sentimientos en lugar de para
comunicarlos, y que desechan la complejidad de las relaciones para
quedarse solo con las risas y lo superficial.
Son muchos más los autores
que ponen el acento en la pérdida intelectual que puede suponer el
recurso incontrolable a la Red. Su discurso parte de la idea de que la
atención es un recurso limitado. Según el psicólogo Mihaly
Csikszentmihalyi, el cerebro humano procesa 173.000 millones de bits de
información en su vida, cuando una conversación genera ya 120 por
segundo.
Si lo llenas de porquería, se gripa. La multitarea es el otro
hombre del saco: la consultora Linda Stone, que acuñó el concepto de
apnea del email para describir la suspensión de la respiración motivada
por la ansiedad que produce revisar el correo, mantiene que el 30% de
los menores de 45 encuentra cada vez más difícil concentrarse.
Sus
estudios contemplan que cada trabajador en EE UU tiene ocho ventanas
abiertas simultáneamente en la pantalla y saltan de una a otra cada 20
segundos. Reponerse de estas interrupciones conlleva un tercio de la
jornada laboral.
Está de acuerdo con ella David Meyer, que investiga
cómo se malgastan recursos al hacer demasiadas cosas al mismo tiempo.
Meyer asegura que “el mundo vive una crisis de atención que va a peor”.
Para él se trata de “una plaga cognitiva que tiene el potencial de
borrar la concentración y el pensamiento productivo de una generación”.
Una de las soluciones más populares planteadas para taponar esta
filtración de recursos personales y colectivos la plantea Clay Johnson,
no solo una figura influyente en Internet, sino también en la Casa
Blanca en su papel de asesor en asuntos como la transparencia
gubernamental en la Red.
Johnson promueve una vida informativa más
centrada abandonando la información basura. La iniciativa pasa por la
disciplina y también por trillar entre las fuentes interesantes y las
fútiles (mediante el uso de software pero, sobre todo, de sentido
crítico y disciplina).
Johnson cuenta con que parte del esfuerzo tiene que ser compartido,
como ocurre con cualquier adicción o hábito nocivo.
Así, dentro de lo
razonable, conviene que los allegados también se alejen del mal para no
recaer. Sin embargo, cada día resulta más difícil establecer un cordón
sanitario: la tecnología ha invadido demasiados ámbitos.
Si alguien no
entra en Facebook no se entera de los cumpleaños de sus amigos, si no
está en Twitter ignora de qué hablan, y si no usa la aplicación de
mensajería Whatsapp ya nadie lo contacta.
Con la vida laboral la cosa se
complica aún más, poniendo de relieve que lo que es bueno para el
trabajo no siempre lo es para el trabajador. Por eso, si los colegas
envían constantemente emails, dejar de leerlos para sentirse más sano
informativamente puede significar el suicidio profesional.
Alguien que se desenchufa los fines de semana por sistema es Nacho
Palou, del blog Microsiervos, un hiperconectado por definición. “No fue
una decisión meditada, simplemente empecé a hacerlo así”, cuenta. Lo
motivaron una suma de factores: “Mantener cierto orden, desarrollar
actividades o hobbies offline, necesidad de desconectar y, sobre todo,
cuestiones personales y de vida familiar”.
Abundan las opiniones de que la adicción tecnológica es otra prueba
de la incapacidad humana para estar en soledad. La Red crea la
posibilidad (ficticia o real, según la óptica del intérprete) de tener
compañía perpetua. El reverso es que eso implica menos tiempo para
reflexionar.
Y si a eso se le añade la legítima voluntad de no
aburrirse, la posibilidad de que en nuestros cerebros pase algo
imprevisto se diluye. Con el teléfono se puede matar el aburrimiento en
la parada de autobús consultando el correo, leyendo las noticias o
desintegrando marcianitos pero, si se eliminan los tiempos muertos, el
cerebro ni vuela ni se encienden las bombillas apagadas. Jonah Lehrer,
otro de los gurús del asunto, encabeza a los defensores de dejar espacio
a la cabeza para que divague.
A pesar de estas visiones apocalípticas no abundan los casos de gente
que reduzca su actividad en Internet debido a que perciba que está
comenzando a pasarle factura. Es cierto que los cazatendencias apuntan
que la próxima temporada será la de los Twitter quitters (los desertores
de Twitter), pero de momento las motivaciones de quienes han ido dando
el paso parecen distintas del bienestar cerebral.
Los casos más sonados
de apóstatas son famosos espantados por los trazos que dejan sus
meteduras de pata. Ahí están el músico Andrés Calamaro (inolvidable su
despedida de Twitter: “140 caracteres pueden metérselos profundo en el
medio del ojete”) y, el mes pasado, el actor Ashton Kutcher, caído del
caballo del microblogging después de que le pillaran hablando sin
conocimiento de causa sobre las injusticias sufridas por un entrenador
de fútbol americano pedófilo.
De momento, sin investigaciones neuronales concluyentes, ante las
riñas de las ciberdivas parece que solo cabe actuar como ante las de los
dietistas. ¿De verdad es bueno desayunar con vino? ¿Prescindo del
pescado azul? Vaya usted a saber pero, ante la ausencia de certezas,
coma lo que le apetezca. Eso, aplicándose el latiguillo inevitable:
siempre con moderación.
En esta línea de pensamiento, Bownds remite a un artículo del
científico y lingüista Steven Pinker para ilustrar la posición que le
parece más razonable sobre el asunto.
Pinker, un acerado defensor de las
posibilidades de la web para generar conocimiento, plantea que la
solución no es tanto lamentarse de la tecnología como dominar sus
aspectos negativos mediante la educación y el autocontrol, igual que
sucede con el resto de tentaciones. Pero para no dejar lugar a la duda,
Pinker avisa: “Si lo que usted busca es profundidad intelectual, no
recurra a un Powerpoint o a Google”.
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