Un estudio indica que el sentimiento nostálgico colectivo se genera con 40 años de distancia
¿Quién no tiene una fecha para olvidar? Según se van cumpliendo años
se acumulan fechas para olvidar. Siempre se habla de la nostalgia.
La
nostalgia es el tema, el recurso de los suplementos culturales. Según un
estudio sociológico reciente, el sentimiento nostálgico colectivo se
genera con cuarenta años de distancia.
De ahí el éxito de Mad Men.
Tan cerca como para que no sea una serie histórica, tan lejos como para
que se pueda embellecer lo que hoy resultaría insoportable. Pero quién
se ocupa del olvido.
Parte de la tarea de nuestra memoria es descartar
recuerdos tristes o aterradores. Hay científicos, sí, que buscan la
manera de interceptar en el cerebro herido la ansiedad que provoca el
recuerdo de una violación, una guerra o una catástrofe. Todos tenemos
fechas para olvidar.
El aroma de una tarde de primavera nos trae de
pronto a la memoria una primavera fatal y el olor se nos pudre con el
recuerdo. Quién no ha tachado la Nochebuena después de una separación
amorosa, quién no ha detestado ese momento en que la ciudad se queda
vacía un día de Año Nuevo y a ti te falta quien siempre estuvo contigo.
Hay gente que tacha los fines de semana. Los niños detestan los lunes de
tal manera que suelen ponerse malos los domingos cuando cae la tarde.
A Marjorie Eliot le sobraban los domingos. Desde que
un domingo de hace veinte años se le murió su hijo Philip por una
infección de riñón. Marjorie trató de buscar la manera de sobrellevar el
séptimo día del calendario. Y como no hay tiempo que cicatrice la pena
de una madre por la muerte de un hijo la pianista negra decidió sentarse
al piano cada domingo a las cuatro de la tarde.
Abrió las puertas de su
casa para todo aquel que quisiera unirse. Los amigos músicos de la
pianista llegaron con sus instrumentos para acompañarla en el duelo y el
público se fue asomando tímidamente. El número de sillas fue creciendo
porque corrió la voz de este pequeño milagro que cada domingo tiene
lugar en un viejo edificio art déco de Washington Heights.
Los
neoyorquinos dicen que no es Harlem porque en esta zona predomina lo
hispano, pero los mapas de la ciudad les llevan la contraria: es Harlem,
los vecinos con los que te cruzas en el ascensor son negros americanos y
Marjorie es de rostro y cultura afroamericana.El pasado domingo, en una
de esas tardes feas que conjugan viento y lluvia, fui por vez primera a
casa de la anciana pianista.
Otra viejecilla, muy coqueta, con jersey
dorado y enormes gafas de sol nos abrió la puerta. Unas cincuenta
personas sentadas en sillas blancas de plástico, distribuidas por la
cocina, el pasillo y la salita escuchaban en silencio y con devoción la
música que surgía de las manos de Marjorie y de un contrabajista tan
delgado y enfermizo que parecía imposible que pudiera sujetar el
instrumento sin desplomarse en el suelo.De vez en cuando se unían un
saxofonista francés y un trompetista chino.
Todo el humilde apartamento estaba en penumbra, solo aportaban algo
de luz la última claridad de la tarde que entraba por las ventanas y
unas lucecillas de esas que visten los árboles de Navidad. Por las
paredes habían colgados con chinchetas o celofán recortes de periódicos
que daban cuenta de estas milagrosas soirées, fotos de los
nietos y de los dos hijos muertos, porque ya son dos con los que carga
la memoria de Marjorie.
La anciana se había recogido el pelo hacia
arriba, a la manera en que lo hacía Nina Simone, y tocaba el piano con los dedos siempre estirados, a la manera en que lo hacía Thelonious Monk,
combados hacia arriba, como si carecieran de la facultad de doblarse.
En la penumbra de la cocina, apoyada en la nevera, escuchando Skylark, what’s this thing called love? o Summertime
sentí que estaba asistiendo a un oficio religioso.
Algo había de eso,
porque después leí que la voluntad de Marjorie es honrar a sus muertos
cada domingo. El dolor transformado en música. La música como
tratamiento paliativo contra la pena. Para terminar, la pianista
interpretó sin compañía alguna el Over the Rainbow, que tocada de manera tan dulce se convertía en un homenaje a todos los niños desaparecidos.
Marjorie Eliot decidió tocar cada domingo el piano para superar la muerte de su hijo un domingo, 20 años atrás
Después del concierto, la anciana portera pasó una bandeja entre los
asistentes con galletas dulzonas de granola y zumos de naranja. El
público, entre familiar, vecinal y fervoroso de la música hablaba aún en
un susurro, como si nadie quisiera vulnerar el deseo de la pianista de
tocar para olvidar que fue un domingo el día fatal en que comenzó a
perderlo todo.
Marjorie ha sido nombrada por una asociación que trata de
preservar la cultura del viejo Harlem como un bien a proteger y
preservar. Aun así, de vez en cuando sus amigos hacen sesiones
especiales de jazz para ayudar a su maestra a pagar el alquiler.
No es
algo raro, la vida de los músicos es dura. La vida de la mayoría de los
músicos americanos es dura. Luego está esa minoría que atesora toda la
atención mediática, pero aquellos que amamos la música sabemos que las
historias de músicos viejos y empobrecidos no pertenecen al pasado, son
presente.
Tal vez lo que tenía Marjorie en las manos era artrosis, pero
de ellas salía una música tan consoladora que yo también sentí que
durante dos horas sus dedos me protegían de los malos recuerdos.
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