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domingo, 29 de abril de 2012

Música para olvidar


Un estudio indica que el sentimiento nostálgico colectivo se genera con 40 años de distancia

¿Quién no tiene una fecha para olvidar? Según se van cumpliendo años se acumulan fechas para olvidar. Siempre se habla de la nostalgia.


 La nostalgia es el tema, el recurso de los suplementos culturales. Según un estudio sociológico reciente, el sentimiento nostálgico colectivo se genera con cuarenta años de distancia. 

De ahí el éxito de Mad Men. Tan cerca como para que no sea una serie histórica, tan lejos como para que se pueda embellecer lo que hoy resultaría insoportable. Pero quién se ocupa del olvido. 

Parte de la tarea de nuestra memoria es descartar recuerdos tristes o aterradores. Hay científicos, sí, que buscan la manera de interceptar en el cerebro herido la ansiedad que provoca el recuerdo de una violación, una guerra o una catástrofe. Todos tenemos fechas para olvidar. 

El aroma de una tarde de primavera nos trae de pronto a la memoria una primavera fatal y el olor se nos pudre con el recuerdo. Quién no ha tachado la Nochebuena después de una separación amorosa, quién no ha detestado ese momento en que la ciudad se queda vacía un día de Año Nuevo y a ti te falta quien siempre estuvo contigo. Hay gente que tacha los fines de semana. Los niños detestan los lunes de tal manera que suelen ponerse malos los domingos cuando cae la tarde.

A Marjorie Eliot le sobraban los domingos. Desde que un domingo de hace veinte años se le murió su hijo Philip por una infección de riñón. Marjorie trató de buscar la manera de sobrellevar el séptimo día del calendario. Y como no hay tiempo que cicatrice la pena de una madre por la muerte de un hijo la pianista negra decidió sentarse al piano cada domingo a las cuatro de la tarde. 

Abrió las puertas de su casa para todo aquel que quisiera unirse. Los amigos músicos de la pianista llegaron con sus instrumentos para acompañarla en el duelo y el público se fue asomando tímidamente. El número de sillas fue creciendo porque corrió la voz de este pequeño milagro que cada domingo tiene lugar en un viejo edificio art déco de Washington Heights. 

Los neoyorquinos dicen que no es Harlem porque en esta zona predomina lo hispano, pero los mapas de la ciudad les llevan la contraria: es Harlem, los vecinos con los que te cruzas en el ascensor son negros americanos y Marjorie es de rostro y cultura afroamericana.El pasado domingo, en una de esas tardes feas que conjugan viento y lluvia, fui por vez primera a casa de la anciana pianista. 

Otra viejecilla, muy coqueta, con jersey dorado y enormes gafas de sol nos abrió la puerta. Unas cincuenta personas sentadas en sillas blancas de plástico, distribuidas por la cocina, el pasillo y la salita escuchaban en silencio y con devoción la música que surgía de las manos de Marjorie y de un contrabajista tan delgado y enfermizo que parecía imposible que pudiera sujetar el instrumento sin desplomarse en el suelo.De vez en cuando se unían un saxofonista francés y un trompetista chino.
Parte de la tarea de nuestra memoria es descartar recuerdos tristes o aterradores
Todo el humilde apartamento estaba en penumbra, solo aportaban algo de luz la última claridad de la tarde que entraba por las ventanas y unas lucecillas de esas que visten los árboles de Navidad. Por las paredes habían colgados con chinchetas o celofán recortes de periódicos que daban cuenta de estas milagrosas soirées, fotos de los nietos y de los dos hijos muertos, porque ya son dos con los que carga la memoria de Marjorie.

 La anciana se había recogido el pelo hacia arriba, a la manera en que lo hacía Nina Simone, y tocaba el piano con los dedos siempre estirados, a la manera en que lo hacía Thelonious Monk, combados hacia arriba, como si carecieran de la facultad de doblarse. 

 En la penumbra de la cocina, apoyada en la nevera, escuchando Skylark, what’s this thing called love? o Summertime sentí que estaba asistiendo a un oficio religioso.

Algo había de eso, porque después leí que la voluntad de Marjorie es honrar a sus muertos cada domingo. El dolor transformado en música. La música como tratamiento paliativo contra la pena. Para terminar, la pianista interpretó sin compañía alguna el Over the Rainbow, que tocada de manera tan dulce se convertía en un homenaje a todos los niños desaparecidos.
Marjorie Eliot decidió tocar cada domingo el piano para superar la muerte de su hijo un domingo, 20 años atrás
Después del concierto, la anciana portera pasó una bandeja entre los asistentes con galletas dulzonas de granola y zumos de naranja. El público, entre familiar, vecinal y fervoroso de la música hablaba aún en un susurro, como si nadie quisiera vulnerar el deseo de la pianista de tocar para olvidar que fue un domingo el día fatal en que comenzó a perderlo todo.

Marjorie ha sido nombrada por una asociación que trata de preservar la cultura del viejo Harlem como un bien a proteger y preservar. Aun así, de vez en cuando sus amigos hacen sesiones especiales de jazz para ayudar a su maestra a pagar el alquiler.

 No es algo raro, la vida de los músicos es dura. La vida de la mayoría de los músicos americanos es dura. Luego está esa minoría que atesora toda la atención mediática, pero aquellos que amamos la música sabemos que las historias de músicos viejos y empobrecidos no pertenecen al pasado, son presente. 

Tal vez lo que tenía Marjorie en las manos era artrosis, pero de ellas salía una música tan consoladora que yo también sentí que durante dos horas sus dedos me protegían de los malos recuerdos.

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