Escrito por José L. Tavárez
Henríquez
filósofo, psicólogo y profesor universitario.
“Nada hay
más práctico que una buena teoría”, se le atribuye haber dicho al gran físico
alemán Albert Einstein. El médico, el psicólogo e incluso el mecánico saben que
el éxito en la solución de un problema depende esencialmente de un buen
diagnóstico.
Esto es extensivo a cualquier campo de la ciencia aplicada, donde la
guía teórica ilumina la acción del científico para encontrar respuestas a los
variados problemas con que se enfrenta.
Extrapolando
estas consideraciones al problema de la violencia social e intrafamiliar que
abate a la sociedad dominicana, se vuelve obvio que cualquier solución que se
intente deberá suponer el conocimiento cabal de las causas implicadas en su génesis
y mantenimiento.
De entrada,
la primera limitación con que tropezamos es con el inmediatismo y la
superficialidad con que se aborda la cuestión. Hace poco un político se refirió
al problema de los feminicidios como una cuestión de emergencia, como si se
tratara de un brote de cólera o una catástrofe natural. En esa tónica
terminamos politizando el asunto y apuntando el índice acusador hacia las
autoridades de turno.
Desde que
empezamos a llevar estadísticas sobre el asesinato de mujeres a manos de sus
compañeros o ex compañeros (feminicidios íntimos) hace alrededor de 15 años, la
cifra anual de víctimas fatales supera el centenar, con el agravante de que, a
pesar de las leyes, el endurecimiento de las penas y las campañas de
sensibilización, los casos han ido en aumentando.
El asunto es
que la conducta violenta, como el resto del comportamiento humano, es aprendida
¿Y cómo adquirimos la conducta violenta? De la misma manera en que aprendemos a
hablar en el idioma de nuestros padres, incluyendo los modismos y acentos
propios de la región. De la misma manera en que desarrollamos el gusto por
determinados alimentos, por cierta música o la moda en el vestir.
Estamos
diciendo, como ya afirmaba en el Siglo XIX el famoso novelista inglés Charles
Dickens, que “el hombre es un animal de costumbres”. Viene a mi mente aquella
frase del recordado Freddy Beras Goico, que anunciando una reconocida marca de
café dominicano decía, con aquel salero característico suyo: “Porque costumbre
es costumbre”.
En nuestro
país nos acostumbramos a que el hombre fuera el proveedor para suplir las
necesidades del hogar y que la mujer se ocupara de los asuntos domésticos. De
allí nació el dicho: “El hombre es de la calle y la mujer es de la casa”. Nos
acostumbramos a que el hombre mandara en el hogar (era cabeza), los hijos y la
mujer obedecían. Aprendimos a hacernos respetar mediante la fuerza, incluyendo
el castigo físico (pelas, golpes, jalones de oreja, etc.)
Las
costumbres se instauran de forma gradual, se establecen por un tiempo y luego
ceden ante el empuje de nuevas maneras de comportarse. Esto se debe a una ley
del aprendizaje conductual, según la cual, todo lo que se aprende también se
puede desaprender. En el caso dominicano, empujados por corrientes universales
y necesidades criollas, muchas costumbres han ido cambiando.
Ya el hombre no es
el único proveedor, la mujer trabaja y aporta al sostenimiento de la casa. La
mujer no se conforma con el papel de subordinación que tradicionalmente se le
asignaba; por otro lado, ahora se penaliza el maltrato físico que antes se “aceptaba”
como medida correctiva.
Desde el
litoral masculino, acomodado en la vieja situación de privilegios, hay muchas
voces que reclaman la vuelta al pasado. Eso no parece posible, dado que la
mujer decidió reivindicar la igualdad que la equipara con el hombre en cuanto a
los derechos fundamentales que se consignan a los humanos.
Estudiar, trabajar,
salir a divertirse, ejercer su libertad constituyen el nuevo empoderamiento de
la mujer, incluyendo naturalmente a las mujeres dominicanas.
El macho
criollo aprendió que la mujer (su mujer) es una posesión, casi una cosa que se
puede mover de un lado al otro a voluntad. Dentro de ese imaginario encaja la
mujer para la casa, es decir los oficios, cuidar a los hijos y responder a los
requerimientos amatorios de su único hombre. Por eso las matan, porque son de
ellos por derecho natural y no conciben que puedan ser independientes y libres
para disponer de su vida, incluyendo el cuerpo sexuado que desata los celos del
varón herido en su amor propio.
Es
precisamente en este punto donde entra el tema de la educación y su importancia
en el aprendizaje conductual. Con más recursos disponibles es la oportunidad de
profundizar la inversión en la enseñanza de nuevos patrones de comportamiento,
con especial énfasis en fomentar una cultura de paz que abone el terreno para
relaciones interhumanas dignas, donde prime el respeto y equidad. Desde el
nivel inicial, apoyados en las diversas herramientas de comunicación,
enseñémosles a niños y niñas a resolver conflictos sin acudir a la violencia.
Una parte de
ese 4% estaría bien invertido si reforzáramos el valor de ciudadanía,
responsabilidad, solidaridad, cuidado del ambiente y respeto hacia los demás.
Me duele ver una cantidad de psicólogos/as sin ocupación, cuando muy bien
estarían sirviendo a este propósito de modificar conductas en esta etapa en que
el ser humano es más dúctil para la adquisición de nuevos modelos de conducta.
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