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jueves, 2 de septiembre de 2010

Un ligero recorrido por Berlín




Por Víctor Montoya


En noviembre de 2009, recibí una inesperada llamada telefónica de la Embajada de Bolivia en Alemania; el motivo era invitarme a participar, en calidad de representante de la nación andina, en el acto cultural “Un Abrazo de Amor, Canto y Poesía”, organizado por las embajadas de los países integrantes del ALBA (Alternativa Bolivariana para los Pueblos de América Latina y el Caribe), en homenaje póstumo al escritor uruguayo Mario Benedetti, quien dedicó su vida y obra a las causas más nobles de la humanidad.

El acto se llevó a cabo en el Instituto Iberoamericano de Berlín, ante el cuerpo diplomático de los países latinoamericanos y, como se tenía previsto, ante un público entusiasta que llenó el auditorio y batió palmas en reconocimiento a la calidad de los músicos y escritores que deleitaron con lo mejor de su arte y su talento.


Empecé hablando sobre la importancia de Mario Benedetti, quien tuvo la humildad de no enseñar nada a nadie, pero de quien, sin embargo, aprendimos mucho la mayoría de los escritores más jóvenes.

Acto seguido, y a manera de reivindicar la poesía social boliviana, leí unos versos de Héctor Borda Leaño y otros de la cantautora Matilde Casazola, para luego rematar con la lectura de mi relato “Yo maté al Che”, acompañado por la música de fondo que compuso sobre la marcha Gerardo Yáñez, un reconocido musicólogo paceño afincado en Berlín, donde cursó estudios de composición en la Escuela Superior de Música de la Universidad Técnica (HDK); estudios que le permitieron desarrollar la música originaria andina y adentrarse en la música clásica, pasando por la música coral y terminando en la musicoterápia.


Ya en un restaurante, más relajados y en la grata compañía de algunos amigos, me enteré que durante años inventó y patentó varios instrumentos de cuerda y de viento, aunque su mayor orgullo era ése que él bautizó con el nombre de “Viola profunda”, un instrumento que presentó semanas más tarde en un concierto que tuvo lugar en la Iglesia de Santo Thomas de la ciudad de Leipzig, allí donde se encuentra la tumba del Maestro Juan Sebastián Bach.

En este mismo evento, y por esos azares del destino, conocí también a Jurek Sehrt, joven inquieto y con muchas ganas de triunfar en la vida, hijo de padre boliviano y madre alemana; un matrimonio mixto que le abrió las puertas hacia dos culturas diametralmente opuestas.

Supe que estudió historia y filología española, que trabajaba para el Deutsche Historische Museum (Museo Histórico Alemán) y que era gran amigo de la Embajada de Bolivia.

No tuve mucho tiempo para tratarlo ni hablar con él, ni siquiera cuando nos encontramos en el restaurante de la Deutsche Kinemathek - Museum für Film und Fernsehen (Cinemateca Alemana - Museo del Cine y Televisión), donde disponía de muy poco tiempo por las premuras del trabajo.

Empero, desde cuando lo vi por primera vez como presentador en el evento del ALBA, tuve la certeza de que se movía en el mundo cultural de Berlín como el pez en el agua y que era un verdadero recurso para cualquier proyecto boliviano-alemán que se pusiera en marcha. Quedamos en mantenernos en contacto y en ver si alguna vez se nos ocurría conjugar ideas en provecho de la literatura boliviana.



En la emblemática Puerta de Brandeburgo



En esta ciudad poblada por más de tres millones de habitantes, y atravesada por los ríos Spree y Havel, no es fácil movilizarse, pero sí advertir que sigue en reconstrucción desde la Segunda Guerra Mundial. En algunas calles céntricas se pueden ver cómo las grúas, que parecen monstruos de hierro, reconstruyen todo lo que las fuerzas aliadas dejaron reducido a escombros durante la guerra.



Mi primer guía fue Carlos Prieto, el joven esposo de la Consul de Bolivia. Él me llevó a algunos sitios emblemáticos de la ciudad, incluso me tomó una foto junto a un tramo del Muro, al lado de una muchacha disfrazada de guardia fronteriza, que hoy se ofrece como souvenir a los turistas que no tuvieron la suerte de estar presentes cuando se erigió ni cuando se demolió el Muro.



Cerca de la Puerta de Brandeburgo, tras comer unos kebabs en un restaurante turco, pasamos y repasamos por la plaza donde está el Memorial del Holocausto, con sus 2.711 bloques de hormigón que recuerdan los horrores del holocausto judío por parte del nazismo; un impresionante monumento que encierra en el subterráneo una documetación escalofriante.



Si pasamos y repasamos por esta suerte de camposanto, era porque no podíamos dar con el museo Rosa Luxemburgo, que tenía muchas ganas de conocer, aun sin estar seguro si existía o no.

Fueron vanos nuestros intentos. Aunque estuvimos en la calle que bautizaron con el nombre de esta teórica del marxismo en Alemania, y aunque encontramos la librería que lleva su nombre, nunca dimos con el tal museo. Quizás les resulte raro que a una mujer de semejante magnitud no le hayan dedicado un museo, ¿verdad?

De todos modos, me conformé con estar en la Puerta de Brandeburgo. Impresiona tanto por su construcción en piedra arenisca como por la importancia que tiene para el país.

Es un monumento a la memoria histórica y un verdadero atractivo turístico, que facilmente se cala en la memoria para siempre. Contemplarlo de cerca, con sus 26 m de alto, 65,5 m de ancho y 11 m de largo, no es lo mismo que mirarlo en la televisión o en algún libro de texto.

La parte superior y el interior de las zonas de paso están recubiertos con relieves que representan a Hércules, Marte y la diosa Minerva. La puerta está coronada con una escultura de cobre de unos 5 m de altura, la Cuadriga, al mejor estilo romano, representa a la diosa de la Victoria montada en un carro tirado por caballos en dirección a la ciudad.

Es, simple y llanamente, uno de los sitios que cualquier visitante no debe perderse, no sólo por la importancia que lo reviste, sino también porque Berlín es hoy una de las ciudades más influyentes en el ámbito político y económico de la Unión Europea

Lo interesante de todo es que, con la construcción del Muro de Berlín, la Puerta de Brandeburgo quedó en tierra de nadie, sin acceso del Este ni del Oeste.

 Solamente guardias de frontera e invitados especiales de la República Democrática Alemana podían acceder al monumento.

Por suerte, tras la reunifiación de las dos Alemanias, tanto la puerta como la Cuadriga, que durante 30 años no tuvieron mantenimiento alguno, fueron restauradas para el bien de los berlineses y los visitantes que, como yo, desean ver con sus propios ojos esta puerta que pasó a simbolizar los duros años de la llamada Guerra Fría.


En esta ciudad no podía faltar otro amigo como Oscar Choque, ex minero de Oruro y fanático futbolista, que un buen día salió becado a la ya desaparecida Unión Soviética.

 Culminó sus estudios, pero no retornó a la tierra prometida, sino que se estableció en Dresden y formó familia con una alemana, quien cuida toda la semana a sus hijos, entretanto Oscar viaja hasta Berlín, donde le espera un agotador trabajo en la Embajada como “todero”; un trabajo que, según sus propias palabras, le deja casi sin fuerzas pero con la esperanza de seguir contribuyendo desde su “trinchera” a la causa de los bolivianos en la llajta y a la causa de los bolivianos indocumentados en Suiza y Alemania.



Con él hablé de la tragedía de los mineros y de la tragedia de los “inmigrantes bolivianos sin papeles”. Al final, como para desahogar las penas, nos fuimos a un restaurante español, donde se amenizaba a los comensales con música en vivo, y donde Óscar, ya entrado en calor y con los ánimos encendidos, se animó también a tocar la guitarra, mientras el mesero nos ofrecía los sabores mediterráneos en pleno centro de Berlín. Fue una noche inolvidable y de mucha sinceridad, como suele ocurrir entre los hijos de entrañas mineras.



Los restos del Muro de Berlín



Ernesto Illanes y Rolando Medrano son dos bolivianos arraigados desde hace décadas en Alemania, donde formaron familia y se quedaron a trabajar los mejores años de su vida. Medrano ya está jubilado, estudió y vivió en la República Democrática Alemana, donde ejerció como médico cirujano y ahondó sus convicciones políticas en torno a las posibilidades del socialismo.

Cuando el manto frío de la noche cubría la ciudad, los dos me enseñaron los encantos del Sony Center, un centro económico y comercial de Berlín, que se construyó con una gran imaginativa arquitectónica.

En uno de sus locales, llenos de luces y cristales, cenamos y conversamos sobre el actual proceso político boliviano. Después me llevaron a conocer los restos del Muro de Berlín, que fue denominado también «Muro de Protección Antifascista” por los habitantes de la República Democrática Alemana.

Este “muro de la vergüenza”, que dividió la ciudad desde agosto de 1961 hasta noviembre de 1989, tenía una extensión de más de 120 km y una altura de 3,6 m. Además, la zona fronteriza estaba protegida por una valla metálica, cables de alarma, trincheras para evitar el paso de vehículos, una cerca de alambre de púas, más de 300 torres de vigilancia y 30 búnkers.

Fue -y sigue siendo-, uno de los símbolos más conocidos de la Guerra Fría y un territorio donde campeaban los espías, perros policías y militares.

El simple hecho de imaginar que un muro separaba al hermano del hermano y saber que muchos murieron bajo las armas de fuego de los guardias, en un intento por cruzar de un lado a otro, me hizo pensar que esta frontera fue una de las inventivas humanas más aberrantes del siglo XX, independientemente de las razones políticas que impulsaron el levantamiento de este telón de acero y cemento.

Ernesto y Rolando me explicaron que el Muro, además de sus connotaciones políticas, sirvió para evitar la “fuga de cerebros” y la emigración de quienes deseaban dejar la Alemania del Este para establecerse en la Alemania del Oeste, que, según la propaganda capitalista de los países aliados y enfrentados al bloque socialista, ofrecía mejores condiciones de vida y de trabajo.

Como es sabido por todos, el desplome del Muro de Berlín, conocido con el nombre de die Wende (el Cambio), se produjo entre el 9 y el 10 de noviembre de 1989, y fue protagonizado por los hombres y mujeres que apostaron por la libertad y la democracia en una Alemania reunificada.

 Esta gesta histórica me tocó vivir, como al resto del mundo, a través de los medios de comunicación, sobre todo de televisión, que mostraba la euforia de la noche en que algunos berlineses occidentales escalaban el muro lleno de pinturas y grafitis, mientras otros llevaban a cabo su destrucción con picos, martillos y otros objetos contundentes.


Con todo, luego de haber conversado con la gente, me quedé con la sensación de que las heridas aún no habían cicatrizado del todo, pero se abrigaba la esperanza en que las futuras generaciones se reconciliaran completamente y supieran que la historia del Muro y la Guerra Fría correspondían a un pasado histórico que no valía la pena volverla a revivir.

Ernesto y Rolando, a modo de rematar nuestra camina por algunas zonas vitales de la ciudad, me invitaron a tomar unas cervezas alemanas en el casco viejo de la ciudad, donde campeaban a sus anchas las prostitutas berlinesas, ofreciéndose en paños menores y en pleno frío al mejor postor.

Con Wálter Prudencio Marge Véliz entablé una excelente relación desde el primer instante en que nos abrazamos en la Embajada de Bolivia, como dos viejos amigos que se reencuentran tras una larga ausencia. Lo cierto es que compartíamos las mismas inquietudes por el arte, la música y la literatura, aparte de que teníamos los mismos amigos en Oruro, casi todos poetas, artistas o músicos bohemios.



Me llevó a su residencia, que estaba a dos cuadras de la Embajada, donde me quedé durante mi estadía en Berlín. En el hall me llamó la atención la fotografía de una mujer indígena, que era la anciana madre de Wálter, quien captó esa bella imagen con una visión artística.

No en vano nuestro embajador fue uno de los ganadores del concurso de audiovisuales “Amalia de Gallardo”. En la sala, que hacía a la vez de comedor, colgaban algunas de sus pinturas al óleo, como ese traje de moreno tirado en la tierra arida del altiplano, que lo identificaba a él con lo más fastuoso del Carnaval orureño y con sus ganas de volver a bailar, matraca en mano y al ritmo de banda, la “metirosita” del J’acha Flores o “La brujita” del Luis Alberto Aguilar.



En nuestras conversaciones, como es de suponer, hablábamos el mismo idioma y sobre los mismos temas. Nuestra simpatía mutua se dio del modo más natural que imaginarse pueda.

De ahí que la última noche que me quedé en su residencia, además de beber y comer, tocamos las zampoñas a cuatro manos, al compás de la música autóctona que él puso a todo volumen en el estéreo. Estaba claro que estas melodías le despertaban la añoranza por la tierra lejana y le invocaban los recuerdos más felices de su vida en el campo.

Al término de nuestra jarana, me obsequió una chaqueta de lana de oveja, con una franja de aguayo bordada a la altura del pecho, como esas que popularizó Evo Morales, y, como no podía ser de otra manera, sacó del armario -repleto de chuños, motes, quinuas y otros productos tipicamente bolivianos- una botella con un destilado casero que, según me lo confesó él mismo, se bebía sólo en ceremonias especiales por su alto grado de alcochol y su efecto parecido a la alucinación. Le acepté encantado y le prometí que lo abriría sólo para ch’allarle al Tío de la mina, a esa estatuilla que me acompaña como un amuleto en mi vida.



A los pocos días de mi retorno a Estocolmo, se celebró el 20 aniversario de la caída del Muro y la Reunificación Alemana con discursos, música y entre juegos pirotécnicos que encendieron la noche lluviosa en Berlín. Así es cómo el 9 de noviembre de 2009, no tuve más remedio que seguir las celebraciones a través del televisor y sentado en mi sillón, es decir, desde el mismo lugar donde hace 20 años atrás había visto la caída del Muro y los gritos de júbilo de la gente, que se fundían en un abrazo de alegría y de esperanzas puestas en el porvenir.

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