Doris Pantaleón
Suroeste
Desesperanza, temor, culpa, resignación y muchas preguntas sin respuestas son sentimientos que comparten familias de distintas comunidades de esta región, que tienen en común hijos aquejados de una rara enfermedad degenerativa que llega sin avisar y en momentos en que los niños alcanzan edades que sobrepasan los ocho años.
Las historias de cada una de estas familias son parecidas, pero la pobreza es la misma, caracterizada en la mayoría de los casos por la baja escolaridad en los padres, viviendas desvencijadas, y donde el sustento familiar apenas alcanza para mal comer una o dos veces al día.
En estas empobrecidas comunidades los pequeñines de todas las edades abundan y corretean alegremente por polvorientas calles y estrechos callejones.
“Cuando le preguntamos a Karina que cuántos hijos tendrá, señala con sus dedos que serán cuatro, muy ajena a lo que eso significa”.”
Profesora Lucinda, madre de la paciente karinaEs común encontrarse en pequeñas comunidades y a escasos metros entre una casa y la otra, dos y tres casos de adolescentes y algunos adultos que viven desde hace años la incertidumbre de no saber por qué dejaron de caminar y de hablar, y sus manos no responden cuando quieren agarrar el tenedor para alimentarse o el lápiz para escribir, aunque sí entienden lo que se les dice o cuando se habla de ellos.
Pese a las precariedades económicas en que se desenvuelven, las familias visitadas por LISTÍN DIARIO dieron seguridad de que no se quedaron de brazos cruzados ante los primeros síntomas presentados por sus hijos, sino que acudieron al médico y viajaron a la capital en busca de soluciones.
No obstante, el paso del tiempo, el costo de los estudios diagnósticos, los viajes a Santo Domingo para aplicar terapias y el avance de la enfermedad que inicia con simplezas y se va complicando, le fue ganando la batalla, por lo que hoy la mayoría muestra resignación. “Imagínate: tengo que dejarlo así, porque qué puedo yo hacer”, responde con amargura Miguelina, mientras contempla a Joao, su hijo de 13 años aquejado de la enfermedad.
Otras madres, como la profesora Lucinda, no se dan por vencidas. Ella sigue luchando y se aferra a la única luz que le aviva la esperanza: el hecho de que su hija de 18 años forme parte de la investigación sobre la enfermedad que lleva a cabo un equipo de especialistas, encabezados por el neurólogo-internista, Pedro Roa, del Centro de Medicina Avanzada y Telemedicina (Cedimat).
“Si los resultados del estudio no alcanzan, tal vez, a beneficiar a mi hija, espero que por lo menos sirvan para beneficiar a otros niños en estas condiciones”, dice la abnegada madre mientras sonríe al mirar a su hija Karina jugar con un celular, mientras permanece postrada en un mueble con sus piernas y mandíbula imposibilitadas.
La niña ha requerido de dos cirugías, una traqueotomía y una gastrotomía, por ésta última se alimenta sólo con líquidos.
Dominga, madre de Susan, de 16 años, sabe muy bien los pesares que representa que su niña forme parte del grupo de personas que padecen esta enfermedad, denominada “Distomía Primaria Generalizada”, que afecta de manera severa el sistema locomotor.
“Yo duré un año y medio llevándola a Rehabillitación en la capital, porque yo no quería que mi hija se me quedara así, pero cuando vi que no había solución dejé de ir”, comentó.
Según informaciones ofrecidas por el doctor Roa, quien junto a universidades alemanas realiza la investigación, en el Suroeste del país hay unos 22 niños afectados por esa enfermedad, la cual tienen más de nueve años investigando.
Señala que es una condición hereditaria y degenerativa muy discapacitante que afecta el aparato locomotor y la capacidad de aprendizaje, y es irreversible. Una de las hipótesis que se maneja es que estaría vinculada a relaciones sexuales entre familiares muy cercanos.
Sin embargo, entre las familias visitadas la mayoría aseguraron no tener vínculos familiares con su pareja.
A los nueve años
Susan era una niña normal hasta los nueve años. Había aprobado entonces el tercero de primaria y pasado a cuarto, cuando empezaron a encogerles las manos.
El primer signo de alerta que percibió su madre era la forma extraña como lavaba su ropa interior, con las manos al revés.
Desde entonces, su madre Dominga se puso en alerta y la llevó al hospital Infantil Robert Reid Cabral y luego a la Asociación Dominicana de Rehabilitación, donde le dio terapia por un año y medio, ya que además de las manos había empezado a dejar de caminar y de hablar.
Esos movimientos luego los perdió por completo, al punto de que está en silla de ruedas, hay que bañarla y darle la comida porque no puede agarrar nada con sus manos. Susan se ríe de cada comentario que hace su madre sobre ella, mientras su cuerpecito torcido y flaco se pierde dentro de la silla de ruedas que pudo conseguir la familia para ella.
Dominga está a la espera de los últimos estudios que le hicieron los médicos que trabajan en la investigación de esos casos, y dice que le gustaría saber qué le pasó a su hija, porque si no estuviera así, está segura que estuviera estudiando y fuera una esperanza para ella, madre de cinco hijos más, todos normales.
LA HIJA DE LA PROFESIORA LUCINDA
Después que Karina cumplió los ocho años empezó a caerse con frecuencia, al punto que siempre andaba con las rodillas peladas. Su madre dice que siempre la mandaban a buscar de la escuela y la orientadora le aconsejó buscar la opinión médica.
Desde entonces la profesora Lucinda empezó a tratarla y a hacerle todo tipo de estudios médicos, tanto en su provincia como en Santo Domingo, y el diagnóstico que le daban era epilepsia.
Entonces la niña cursaba el tercero de primaria.
A los 10 años empezó a presentar problemas en la mandíbula, y, a no dormir.
“Yo decía que ella dormía los medicamentos, en vez de los medicamentos dormirla a ella”, dice su madre recordando aquellos momentos, y la cantidad de médicos que anduvo sin encontrar solución al problema de su hija.
Su esperanza se ha retomado con los médicos que investigan la enfermedad, ya que recibe visitas por lo menos una vez al mes.
Dice que en esa comunidad han muerto muchos niños con esos problemas, entre ellos dos sobrinas y dos primos.
Joao es otro niño de 13 años aquejado de la enfermedad, cuya familia mantiene viva la esperanza de mejoría.
“Mi esposo y yo no somos familia. Tengo mucha fe, pero por momento me entra la debilidad y me pregunto si estaré pagando algo, pero luego me sobrepongo y me digo que es obra de Dios”, dice la madre de Karina.
Pese a sus dificultades Karina lee y escribe, al punto que la madre tiene que vigilarla de cerca porque con frecuencia la sorprende haciéndole la tarea a su hermana menor de siete años.
Es muy alegre y nunca ha perdido el entusiasmo. “Creo que si no fuera así, ya se me hubiera casado”.
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