Por Fernando Ravsberg
Hace unos días fui a comprar a un pequeño supermercado en un barrio de La Habana, un local de apenas 500 m². Como estaba fresco el tema de los despidos, me puse a contar el personal y a observar su funcionamiento.
Afuera hay una chica que cuida los bolsos porque está terminantemente prohibido entrarlos al "súper". En la puerta dos guardias revisan la "javita" de cada cliente que sale, nos controlan para evitar que nos robemos algún producto.
Otros dos guardias recorren las escasas estanterías observándonos con atención. La vigilancia sobre los 16 clientes parece imprescindible, ¿será que es más fácil robar cuando se llevan los productos en las manos ante la inexistencia de carros y canastos?
El lugar es pequeño y oferta menos productos que cualquier súper de barrio en Latinoamérica, sin embargo está organizado "científicamente" como una "gran superficie", que incluye la existencia de una caja en cada "área".
Así los clientes que compren pollo, espaguetis, cerveza, papel higiénico y condimentos, tendrán que pagar en 5 cajas diferentes, haciendo las respectivas colas a pesar de que conté una media docena de dependientes.
Podría pensarse que con lo poco que se les paga bien pueden asumir el doble de trabajadores, pero no es cierto. Cada dependiente tiene su propia "búsqueda" (robos, compras y reventas), lo que genera grandes pérdidas para el Estado.
Con esas "búsquedas" aumentan sustancialmente sus ingresos. Los cubanos, que todo lo tiran a broma, dicen que calculan el tiempo que un dependiente lleva trabajando en la tienda por el número de cadenas de oro que tiene en el cuello.
Pronto muchas de estas personas serán despedidas y por ende se reducirán salarios y robo. Mejorará su productividad, lo cual era la premisa para aumentarles los salarios. Y parece justo que si se trabaja igual con la mitad de los empleados se les mejore la paga.
También pueden beneficiarse los consumidores. La reducción de costos en la comercialización permitiría bajar los precios, sobre todo de los productos de primera necesidad, a los que se les aplica un descomunal impuesto del 240%.
Así un litro de aceite de soya o de girasol -que solo se puede comprar en las tiendas de divisas del Estado- entra por el puerto de La Habana costando alrededor de US$0,80 y más tarde se le vende a la población a US$2,30.
Sostienen que lo hacen para tomar los dólares de los ricos y subvencionar a los pobres. Sin embargo, en la tienda del barrio nunca me encuentro con potentados, por el contrario más de una vez he visto ancianos contando moneditas para comprar un jabón.
No hay que ser Robín Hood para aceptar impuestos al ron, los cigarrillos, los perfumes o las joyas, pero no es a los ricos que se esquilma cuando se gravan los productos que la gente humilde necesita para comer, asearse o vestirse.
Más aun si se confirman los rumores de que la cartilla de abastecimientos del 2011 -que permite a los cubanos comprar productos subvencionados por el Estado- ya no incluirá el café, los huevos, las pastas y los artículos de higiene personal.
Me imagino que los encargados de la economía tengan presente todos estos detalles, pero cuando se lee el proyecto de reorganización laboral no aparecen, ni tampoco los mecanismos para aplicar las macroideas a la vida de la gente.
A los nuevos trabajadores del sector privado se les ofrecen créditos sin especificar quién los otorgará, cuál será el monto o en qué moneda. No se dice nada de la venta de insumos ni de las herramientas de trabajo. Da la impresión que son temas en los que se ha pensado poco.
De esa forma ocurre que los chapistas siguen prohibidos por la escasez de gases. Lo curioso es que la Industria Básica tiene capacidad de venderles oxígeno y acetileno, este último a US$12, un precio muy aceptable dado que hoy lo pagan a US$20 en el mercado negro.
Y no sería la primera vez que se hacen planes olvidando los "pequeños detalles". Las familias a las que se les entregó tierras aún están esperando por las tiendas donde comprar el alambre, las herramientas, los fertilizantes y las semillas.
Por cierto, también esperan que -tras 50 años de ensayos - el Estado reconozca su incapacidad y autorice un nuevo sistema de distribución. No piden mucho, les basta con uno en el que no se pierdan las cosechas al borde de los caminos.
Hace un tiempo el periódico oficial, Granma, calificó a los cubanos de "pichones" a la espera de que el Estado les resuelva la vida. A mí se me parecen más a aves que no pueden levantar vuelo por el lastre de una burocracia proverbialmente ineficiente.
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