Escrito por: Rafael P. Rodríguez Columnista invitado |
Santiago se ha sofisticado, pero sólo en su núcleo “duro”, el de una “élite” de gustos refinados moviéndose en un oasis rodeado de una marginalidad que escombra frustración, esperanzas y contrastes interminables.
Hay tan pocas cosas útiles qué impulsar en las cámaras que nunca faltará quien trate de ocupar su tiempo en una que otra novedad ominosa.
La partición de Santiago, que más bien sabe a repartición, parte de las bases ficticias, falseadas, de que esta ciudad tiene un millón de habitantes.
Si se hace caso a las estadísticas, no los tiene.
Sobre esa cifra adulterada se hacen descansar esfuerzos políticos que procuran segmentar artificiosamente y con prisa las apetencias de autoridad y de poder que nunca serán ajenas a los humanos, esos altamente jerarquizados.
La idea repartista colapsó desde el momento en que se planteó sobre números cifrados que no existen en la realidad.
Incluso, la segregación política, que no garantiza ciertamente nada, salvo complicaciones burocráticas, no ha demostrado que las cosas van mejor allí donde ésta ha ocurrido.
La dividida capital, por ejemplo, sigue con sus problemas de basura, con sus problemas de inundaciones cuando llueve mucho, con sus crisis de todo tipo aún cuando se la ha hecho pedazos a los fines de que quepan mejor en el estrecho cajón los recomendados.
Los acontecimientos del devenir no funcionan mejor porque se los divida.
Es la eficiencia y la funcionalidad la que hace la diferencia.
El problema es humano y desde el momento en que es humano es mental, parte del diseño de una estructura abstracta que se llama la mente humana, alojada en una masa de kilo y medio o el peso que tenga que abarca el universo.
Un bizcocho no sabe a gloria porque se le inserte esa palabra o porque se lo corte en medio de una fiesta de repartos, en una piñata electiva que tiene hambre de mando.
Probablemente, ni siquiera con la presencia masiva de visitantes vecinales allende las fronteras se hace el millón de almas.
Ya se trató de fraccionar algunos de sus municipios y convertirlos en provincia en una orgía de reparticiones caprichosas como si las que hay no fuesen suficientes.
Canada, en la que cabe más de un centenar de repúblicas dominicanas, sólo tiene diez provincias. Venezuela, inmensamente más grande que este territorio, sólo tiene unas cuantas.
En todo un siglo, Santiago ha perdido, si se cuenta a Puerto Plata, Valverde, Espaillat y Montecristi, cuatro regiones convertidas en provincias, una de ellas, la última, injustamente aislada del “progreso”, medido él por el “desarrollo” puramente material.
Se procuran nuevas sindicaturas, una burocracia colocada en ellas que cobre y reparta pequeños trozos de poder y levantar una red de estímulos y con alguna suerte, alguna ineficacia innecesaria.
Santiago, como ciudad y como municipio, es manejable haciéndolo con honradez, integridad y principios modernos, sin necesidad de esos cacigazgos plurales que serían manejados de acuerdo a criterios espacio temporales emergentes y divergentes.
La llamada segunda ciudad, crítica e injustamente ruidosa y con cada vez menos espacio habitable en razón de ese factor terrible, ha crecido exponencialmente y se ha desarrollado apenas numéricamente.
Es una metrópolis sin metro. Pero confía en lo que no abunda en el enorme circo de las voluntades desesperadas.
Confía en convertirse en una ciudad con una cultura de paz, sin la delincuencia que se lleva hasta las tapas de las cloacas para convertirla en estupefaciente y combatir una realidad que acorrala y acobarda, que transforma y destruye las verdades que hay en cada ser humano.
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