Relato
Autor José Checo
Comenterista de radio y television
Era una noche oscura. Las sombras vagaban caprichosas por las enmarañadas callejuelas de una ciudad dormida de toda una eternidad. La madrugada se acercaba sedienta de luz, cabalgaba en un lucero fugaz que, furioso como un caballo loco, avanzaba en el tiempo haciendo meandros siderales. El panorama era sombrío, cuajado de enigmas y misterios.
Ajena al cosmos, y a todas las cosas mundanas y conocidas, la ciudadela yacía tranquila. Se dejaba acariciar rabiosamente por un mar embravecido, que parecía desesperado, porque estaba obsesionado con la luna. Un dios menor jugaba con los truenos, anunciando un aguacero de leyenda. Y efectivamente llovió. Llovió a raudales, fue una tempestad furiosa y brusca a la vez, porque de repente se evaporó del cielo, dejando a su paso una estela de nubes negras.
Cuando todo pasó, se podía respirar un aire fúnebre. En el bar, lugar de penas y alegrías, la última copa estaba vacía. En un duelo a muerte con el licor, después de muchos embistes, lo había vencido por cansancio. La risa estridente de los borrachos, llena de sandeces e idioteces, escapó detrás del vendaval, impregnando una nostalgia dulce en el alama de los bohemios, que, aburridos, aletargados por la hora sombría, agotaron todos los temas y se fueron a sus casas. A partir de ese momento, en la estancia se estableció el dominio total de las ratas y cucarachas.
Atrás quedó el concierto de los gallos; el llanto asustado de los infantes; la algarabía fastidiosa de los perros. El himno amargo de la bachata. La risa procaz de las prostitutas. Nada perturbaba la desolación de esa hora, ni siquiera la escaramuza ruidosa de los gatos. Sólo el viento ululaba lastimero, presagiando como un minotauro mitológico, la ocurrencia de algún evento terrible e inusitado.
Entonces de repente, como si estuviese planificado, pasó lo inesperado: El Cucú de un reloj antiguo, sonó diáfano y pletórico en una casa de ladrillos rojos. Se encendió una luz por tres minutos, pero se apagó de nuevo. Luego, una sombra que se mueve en la pared de aquella calle estrecha; el ruido de un vehículo que arranca, acelera y toca la bocina de manera inoportuna, alterando con salvajismo y falta de civismo, la fase onírica del barrio. Algunas voces que maldicen, pero nada más.
Indetenible e inmune a sus detractores, el coche avanza de manera inexorable. Sus luces delanteras, actúan como espadas llameantes, cortando en dos la oscuridad nocturna. Al avanzar en esa hora incierta de la madrugada, va presentando escenas en blanco y negro que se repiten siniestras una y otra vez, una y otra vez, en una escala de veinte por segundo. El automóvil avanza solitario por la calle y dobla a la derecha en el recodo de la esquina, llevando tras de sí, las luces a las sombras, como si un mago vestido en blanco y negro, hubiese empleado un truco de magia para desaparecerlo.
El runruneo del motor se va alejando…Se va alejando…Se oye otra bocina y más nada. Después de un intervalo largo como un siglo, vuelve la quietud...vuelve la calma y el sueño apacible regresa de nuevo; ya no se escuchó ni el sonido de los grillos. Un silencio sepulcral dominó el ambiente y en ese instante desolado del tiempo, de un oscuro callejón, emergieron dos siluetas borrosas. Eran un hombre y una mujer. Caminanaban abrazados y de manera grotesca. Parecían una comparsa desviada de un carnaval. Lanzaban al viento carcajadas insolentes, cargadas de festividad y alcohol.
Se detienen y se besan con prisa lujuriosa, caminan un trecho y con voz aguardentosa de compinche, vuelven a contarse el mismo chiste gastado de siempre. Ríen, ríen, y vuelven a reír. Beben de la botella, y vuelven a beber. Desinhibidos, pronuncian las palabrotas más soeces. Se prodigan las caricias más atrevidas, no hay dudas, el mundo les pertenece esa noche, Eros está con ellos, el pudor está ausente.
La escena era terrible, de seguro que haría persignar horrorizadas a las beatas católicas, o le hubiese provocado un desmayo a un testigo de jehová que se cruzara en su camino. Pero estaban solos en el paraiso nocturno. Solo ellos y las sombras. La ciudad seguía dormida como siempre, esperando el milagro de resurreción prometido en la Biblia.
Sonrientes, pletóricos de felicidad y como idiotizados, avanzan hasta un poste de luz centenario, que como un faro refulgente, destaca en medio de la oscuridad. Sin miramientos de ninguna clase, pisan decenas de mariposas moribundas, que yacen convulsas en el suelo, intentando volar de nuevo hacia la luz. Gozosos, en su bacanal de tragos etílicos, disfrutan el sonido que producen sus cuerpecitos cilíndricos, al ser aplastados bajo el peso de sus zapatos. Cada mariposa que estalla, es celebrada con algarabía, como una pequeña proeza de guerra.
Su ignorancia supina, no les permitía ver que estos insectos alados, no son tales, y que en realidad, son rosas deshojadas que escaparon del capullo para recoger el fulgor del fuego, y así calentar en el invierno a sus orugas. En ese vano intento, quemaron sus alas y por eso ahora estaban ciegas e indefensas. Esperaban la ocurrencia de un milagro divino, para poder levantarse de nuevo, surcar el viento y recobrar la libertad.
Desdeñoso e inhumano, el sujeto, babeante, borracho como un perro, lleno de temeridad y soberbia, pronuncia en voz alta una blasfemia y luego, en un acto rastrero, saca su encendido falo, y como si realizara una obra teatral, comienza a orinar una por una a las mariposas caídas. Su acompañante, no se inmuta, por el contrario, pervertida, con el corazón podrido y lleno de rencor contra el mundo, ríe divertida como una loca. Ríe, ríe y vuelve a reír. Bebe de la botella y vuelve a beber.
Ante tanta injusticia y bajeza humana, se enciende la rabia celestial y es tanta la ira divina de los dioses, la del Padre, el Hijo y la del Espíritu Santo, que estalla en las nubes un relámpago feroz, de enormes proporciones apocalipticas, es solo un haz de luz instantáneo, pero bastó para poner al descubierto a la sombra, que, vestido de negro, con sombrero negro y negras intenciones, se llegó hasta ellos sigiloso como una pantera y con un movimiento suave del índice, con la boca torcida, produjo un doble estruendo de espanto, despertando a la ciudad dormida, sorprendiendo a la madrugada en su alborada y a los amantes sonrientes en su lascivia.
Ambos cayeron moribundos, atónitos, viendo como las mariposas, teñidas de rojo sangre, iniciaban un fascinante vuelo hacia la luz, haciéndose cada vez más pequeñas…más pequeñas, hasta que desaparecían ante sus ojos dormidos. El homicida, impertérrito, esbozando una siniestra sonrisa, que destacaba en la oscuridad de la madrugada, sin mirar a los caídos, recogió con rapidez los objetos de valor de la pareja, y luego, con pasos firmes, enfiló hacia el callejón más cercano, mientras seguía sonriendo con alevosía. Sólo entonces los perros se atrevieron a aullar, cuando la sombra, se diluyó entre las sombras.
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