Víctor Montoya
Escritor boliviano radicado en Suecia.
Desde cuando sentí la discriminación racial en carne propia y dejé de creer en la historia oficial de los conquistadores, me resistí a compartir el racismo existente en mi país, donde la mayoría de los indígenas y negros no comparten todavía la mesa del patrón.
Los negros no figuran en los libros oficiales de historia, aunque desde la época de la colonia viven en la región subtropical de los Yungas, donde se establecieron como agricultores, sin haber olvidado su historia ni su pasado.
Y, por mucho que no sepan precisar si sus antepasados fueron traídos de Senegal o de otras costas del oeste africano, siguen conservando la tradición de coronar a su rey en la Bolivia republicana, pues según cuenta la leyenda, había un rey entre los negros que fueron empleados como bestias de carga en las minas de Potosí.
Sin embargo, lo patético de esta realidad es que, mientras los afrobolivianos vienen coronando a sus reyes desde 1932, la mayoría de los niños bolivianos, que aprendimos a conocer África a través de las revistas de Tarzán, no veíamos en las calles a más negros que a los mestizos disfrazados de morenos y tundiquis en la fiesta del Carnaval.
Cuando los niños veíamos en la calle a un negro de verdad, nos pellizcábamos los brazos y decíamos al unísono: “¡Suerte para mí! ¡Suerte para mí!”. En cambio algunos, que confundían el exotismo con el racismo y veían a un negro en sus sueños, se despertaban espantados y, restregándose los ojos, exclamaban: “¡Enfermedad! ¡Enfermedad!...”.
A medida que fui creciendo, comprendí que el negro no sólo simbolizaba la suerte, sino también la mala suerte y la enfermedad. De modo que en una conversación coloquial, no era extraño que alguien dijera: “pasarlas negra” o “tener la negra”, en lugar de decir: “me encuentro en una situación difícil” o “tengo mala suerte”. Pero la frase que más me golpeó, como convocándome a una reflexión necesaria, fue la que escuché en boca de una de mis maestras quien, a tiempo de enseñarnos la fotografía de un minero, dijo: “Este hombre tiene el color de sufrido”. Desde entonces no he dejado de pensar en que estas expresiones de desprecio, que los criollos y mestizos utilizan para referirse despectivamente a una persona de tez negra, trasluce una clara discriminación racial.
Ahora entiendo mejor por qué mi tía, una señora presumida y acomplejada, me aplicaba cremas en la cara y me ponía un gorro de visera ancha. Claro que no era para cubrirme la piel del abrasante sol del altiplano, sino para evitar que los vecinos me confundieran con los niños de “color sufrido”. Por suerte, a mi tía no se le ocurrió la idea de blanquearme la piel a la fuerza, como a ese negrito del cuento que murió de pulmonía, de tanto que su ama lo lavaba en leche fría.
Con el transcurso del tiempo, y gracias a los sermones de un cura tercermundista, mi tía se fue liberando de sus prejuicios raciales y empezó a entender que el hombre negro no era un castigo divino, ni un ser llegado de las catacumbas del infierno, sino un individuo como cualquier otro, con los mismos derechos y las mismas responsabilidades. Aprendió también a rescatar los valores culturales de ese continente que tanto aportó a la cultura universal; empezó a gustar del jazz, esa música que tiene su origen en los ritmos africanos, y empezó a leer las poesías de Nicolás Guillén y las novelas de Nadime Gordimer, cuyos textos están inspirados en los mitos, leyendas y relatos que los africanos conservaron en la memoria colectiva y la tradición oral. Mi tía cambió tanto que, además de llamarme Negrito con cariño, acabó reconociendo que la madre del género humano era negra y vivió en África, allí donde se encuentran las raíces del árbol genealógico de la humanidad entera.
Si bien es cierto que mi tía se liberó de sus prejuicios y los afrobolivianos gozan de mayor libertad que durante la colonia, es también cierto que algunos sectores de la sociedad, constituidos por los estamentos más conservadores de la clase dominante, continúan manifestando conceptos peyorativos contra el negro.
El hecho de agitar las banderas de la biología racial y el socialdarwinismo, y plantear la tesis reaccionaria de que los blancos, genéticamente, son superiores a los negros, y que debido a su inteligencia ocupan los puestos de preferencia en la cúspide de la pirámide social, es una forma de afirmar que los negros son “brutos” y “pobres” por herencia genética; una mentira universal que debemos rechazar enérgicamente, ya que ni la pobreza de las mayorías, ni la discriminación racial, ni la división de la sociedad en clases, corresponden a un orden natural de las cosas, sino a factores históricos y económicos que determinaron que lo blanco esté arriba y lo oscuro esté abajo.
En lo que a mí respecta, una vez más, me resisto a compartir la opinión de quienes creen todavía en la supremacía del hombre blanco.
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